domingo, 12 de julio de 2009

José Miguel Ullán


La última vez que vi a Ullán fue en el jardín de la revista Vuelta. Él y Manuel Ferro, dijo, venían de casa de Vicente Rojo, a media cuadra de donde nos encontramos. Después de intercambiar los necesarios apretones de manos, José Miguel me entregó un enorme paquete con libros de Ave del Paraíso y nuevos títulos suyos, Ardicia entre ellos. Por mi lado, al ofrecerle con cierto recelo –dado el escandaloso contraste– mi única plaquette de diez páginas, adiviné detrás de su sonora carcajada el aire cómplice: “No regales tu libro, poeta. Destrúyelo tú mismo.” Agradecí el gesto, por supuesto, sobre todo porque la fulminante cita de Monterroso aligeró esa atmósfera incómoda pero fatal cuando dos hojean sus dedicatorias mutuas.

No lo volví a ver pero seguí recibiendo noticias suyas, a veces por amigos comunes o por intermedio de Manuel, quien la mañana del 24 de mayo me despertó con un e-mail: “El día de ayer falleció Miguel. Abrazos.” Pensé en Manuel, en José Miguel; en ambos sentados bajo una sombrilla al lado del enorme fresno que custodió la casa de Presidente Carranza 210, en Coyoacán. Y quise recordar a Ullán con esa carcajada suya: abierta, decidida y sin dobleces, como la de alguien que festeja el día a día sin tomarse demasiado en serio. Espontáneo e irónico, en efecto, José Miguel vivía tocado por la gracia de una generosidad siempre expansiva y se hacía acompañar por una suerte de inteligencia y curiosidad hiperactivas. Sabía de todo y estaba en todo, aunque nunca se sobreexponía: cualquiera se iba enterando de ello, o no, según las necesidades de la plática. Así, durante años fue el discreto benefactor e ilustrador de El Signo del Gorrión, revista extravagantemente artesanal editada en León por los poetas Ildefonso Rodríguez, Miguel Casado y Olvido García Valdés (de las mejores en nuestra lengua, decía Bolaño). Al mismo tiempo, algunos de sus libros de poemas aparecían ilustrados con obra de Saura, Vicente Rojo, Tàpies, Sempere, Palazuelo, Broto y Sicilia. Desde luego, dicha empatía con el universo de la pintura estaba lejos de ser una simple inclinación antojadiza. Como sus coterráneos Ràfols-Casamada y Joan Brossa, el mismo Ullán perteneció a esa frontera ubicua donde la poesía, la expresión gráfica y plástica se reconocen con idéntica raíz.

Y claro, aquella hiperactividad de la que hablamos fue, sin duda, una de las formas tempranas de su lucidez. Ullán había nacido en 1944 en Villarino de los Aires, Salamanca, pero abandonó la España franquista a los veintidós años para instalarse en París, donde al poco tiempo ingresó a France Culture, emisora pública que durante los años sesenta transmitía segmentos radiofónicos en español en las voces de Sarduy, Vargas Llosa y García Márquez. Seguramente vio de cerca no sólo el mayo del 68 francés sino también los fuegos experimentales con aristas del letrismo (Isau y su “compromiso” con el caos), el grupo Cobra (Asger Jorn y su desprecio de la autoría) y la Internacional Situacionista (con aquel détournement de efectos imprevisibles cuando intervenía sobre cualquier “originalidad”). En este sentido y más acá de las inclemencias del exilio, me parece que sus años en Francia fueron decisivos porque ayudaron a configurar una poética que supo reinventarse a cada paso bajo la sospecha –acaso leída en Jabès– de que nuestras incertidumbres crean, las respuestas matan. Si no, baste con ver Ondulaciones (Galaxia Gutenberg, 2008), reunión de toda su obra que seguirá desafiando por mucho tiempo nuestras ideas hechas acerca de la figura del poeta y las formas de la poesía.

De regreso en Madrid en 1976 tras la muerte de Franco, Ullán realizó una intensa labor periodística y editorial en Antena 3, TVE, El País, ABC y en aquel emblema de la transición española: Diario 16, en donde fue gestor y editor del mítico suplemento Culturas. Su trayectoria periodística se repartió entre la crítica de arte, literatura y poesía y la charla con gente del espectáculo y la cultura. Sus encuentros iban así de las transmisiones en compañía de Marguerite Duras u Octavio Paz, a la columna sobre las coplas de Miguel de Molina o los boleros de Elvira Ríos.

En un intento por definir la poesía de Ullán aún hay quienes no dudan en identificarlo con una poética del silencio. Me parece que se trata de un error. Su inmersión cotidiana en la multiplicidad de ambientes que acabamos de referir tiene una correspondencia inequívoca en esas ramificaciones sin término que atraviesan sus libros: el lenguaje culto y el verso clásico cohabitan con el habla social y esta, a su vez, con una oscuridad saneada de cualquier trascendencia beatífica. En este sentido, Miguel Casado ha sintetizado mejor que nadie dicha característica: se trata, dice, de “una palabra hacia afuera”. Por lo demás, ¿no fue el mismo Ullán quien se encargó de aclarar el malentendido?: “El silencio es un sueño más. No sé por qué, en su nombre, suele malgastarse tanta saliva.”

Publicado previamente en Letras Libres, julio de 2009

domingo, 7 de junio de 2009

Andrés Sánchez Robayna y el ocaso de la poesía

Después de leer Deseo, imagen, lugar de la palabra no dudaría en señalar que, en nuestros días, la obra de Andrés Sánchez Robayna constituye uno de los momentos de particular hondura intelectual y espiritual escritos en nuestra lengua. Dueño de una vastísima cultura y desde la base de su propia vocación como poeta, la experiencia de este escritor canario seduce no sólo en virtud de un conocimiento agudo de la tradición sino porque, digámoslo así, en sus páginas la conciencia de esta tradición parece hablar consigo misma. No es a Robayna a quien escuchamos reflexionar a fin de cuentas: es la historia de la poesía, el arte y el pensamiento contemporáneos confrontándose a través de algunos de sus capítulos determinantes pero, también, tanteando el vértigo de sus incertidumbres más severas.

A propósito de éstas y según Steiner, con la desaparición de la alianza que sostuvo el pacto de identidad sacramental entre la palabra y el mundo, la conciencia de Occidente se mudó de casa. Tan es así que las órbitas de la sensibilidad y el conocimiento más profundas y complejas (desarrolladas hoy en día por la investigación científica y tecnológica) han llegado a configurar un todo de articulaciones no verbales en donde, precisamente, el pensamiento del hombre de letras no tiene ya cabida. Se trata de una dimensión inédita, un universo esencialmente no letrado e, incluso, contraletrado cuya realidad prefiguró, dramáticamente, la bóveda del nihilismo semántico destapada por Mallarmé. Puestos en este punto y si quisiéramos rastrear el nacimiento de esta nueva conciencia afterword (la definición es de Steiner), debemos remontarnos a las noches de Un coup de dés. Significativamente, el volumen de Andrés Sánchez Robayna abre y cierra con sendos ensayos en torno a la figura y obra mallarmeanas. Entre ambos escritos (“Mallarmé y el saber de la nada” junto con el que da título al libro), las ondas concéntricas de Deseo, imagen, lugar de la palabra se multiplican tras la aspiración de conjurar aquel vacío, eje incómodo que heredamos de la Modernidad.

Sugería yo al inicio que Robayna es ante todo un poeta, con una obra que desde hoy ocupa un sitio ineludible en el panorama de la lírica actual escrita en castellano (reunida en El cuerpo del mundo, 2004). En tal sentido, apenas si es necesario añadir que se trata de alguien para quien la práctica de la poesía es indisociable de la reflexión, señalando arterias en donde la poesía se encuentra con otras figuras de la creación y el pensamiento. Partiendo de esta cercanía, Deseo, imagen, lugar de la palabra reúne un conjunto de ensayos sobre la premisa de algunas de sus afinidades electivas: Valéry, Breton, Michaux, Celan, Seferis, Lezama y Juan Ramón Jiménez, entre otras que acompañan a Mallarmé. Robayna continúa la segunda sección con varios ensayos sobre artistas. Justo es señalar aquí que el escritor es uno de esos rarísimos ejemplos de poeta ante quien la expresión gráfica y plástica no es sólo un pretexto para la metáfora oportuna sino que, bajo su mirada, las equivalencias clásicas entre el nacimiento de las formas y la expresión poética se acentúan perfilando significaciones nuevas. No es gratuito, desde luego, que la experiencia de aquellos artistas mantenga un fuerte vínculo con las esferas de la poesía y, en general, con el fenómeno de la palabra escrita. El volumen concluye con una exposición: “Poesía y pensamiento”, más un ensayo extenso en el que –decía yo líneas arriba– se explora el lugar de la poesía centrada por el mutismo al que la condenó Mallarmé.

La clave de Sánchez Robayna ante esta imposibilidad terminal es una reflexión lúcida pero, también, una poética: “Lo que ha cambiado, de Mallarmé a nosotros, es que esa extrema conciencia del lenguaje, en el que reside, sí, el hecho poético por excelencia, lo es también de que hay algo que va más allá de él”. El autor no duda en identificar a esta interpelación del más allá con un recurso de lo trascendente: “un designio de religación, de una conciencia, en suma, religiosa”. Para el poeta (según creo que advertía Heidegger) la ciencia no piensa y, en esa medida, es incapaz de un paso al margen de la prueba. Vida que acontece ajena a la vida de la imagen. Y precisamente éste es el reproche de Deseo, imagen, lugar de la palabra al auge actual del nihilismo científico y la vacuidad tecnológica: ambos niegan la posibilidad de la palabra como emisora o creadora de significados, entendiendo por ello cierta flexibilidad ubicua para transmitir información, conocimiento e, incluso, energía especulativa. Sin embargo, al margen de esta instrumentalización y a más de un siglo de las noches blancas de Mallarmé, los fenómenos que determinan el fin de la Modernidad no se entenderían, para Robayna, sin el surgimiento “cada día creciente y más intenso, de una palabra que mira y se encarna más allá del lenguaje”.

Publicado previamente en Letras Libres España, mayo de 2009.


lunes, 1 de diciembre de 2008

El mejor libro del 2008

Me entero por una entrada del blog de Jesús Silva-Herzog que han empezado las listas con los mejores títulos publicados en 2008. La fuente que cita es el Sunday Book Review (NYT) con nada menos que 100 de los mejores títulos en EE. UU. y, en ese mar, al obeso 2666 de Roberto Bolaño, recién publicado por Farrar, Strauss & Giroux. Para Silva-Herzog, Bolaño es el mejor escritor latinoamericano, lo que sea que esto signifique. Por mi parte, me sorprendió no encontrar en esa lista del Sunday Times a Junot Díaz, el actual Pulitzer de origen dominicano (autor de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao y editor de la Boston Review) a quien la gente de Bogotá 39 considera como de los suyos (para Iván Thays, por ejemplo, Junot es el latinoamericano más exitoso del 2008). Curiosamente, es al mismo Díaz a quien en Londres el Times Literary Suplement consultó para saber cuál es, a su juicio, el mejor libro del año. ¿Alguno de Coetzee, Ozick, Roth o, por lo menos, Peter Carey? Nada de eso..., para Junot Díaz el mejor volumen de ficción es Los minutos negros (The Black Minutes, Grove Press), la primera novela de Martín Solares (Tampico, 1970). En México el libro apareció en Mondadori y, en su momento, se reseñó con verdadero entusiasmo por Paz Soldán.

viernes, 28 de noviembre de 2008

¿Michiko Kakutani o Harold Bloom?


Al expresar mi nostalgia por mejores tiempos para la figura del crítico me pregunto si no estoy haciendo un poco el ridículo. Claro: qué lástima no tener más en México a alguien como Paz o Zaid...

En mi entrada anterior decía yo que el mundo anglosajón parece atravesar hoy por las mismas penas. En ese contexto, me imagino que mi lamento se parece mucho a la nota de alguien ensalzando el nombre de Bloom por encima de los reseñistas habituales. En efecto, hace unos meses Tim Lisle (editor del
Intelligent Life, revista de The Economist) publicó una encuesta titulada “Our Guide to the Best Critics”. En ella destacan algunos personajes realmente decisivos del escenario cultural británico y norteamericano como James Wood (New Yorker), John Carey (The Sunday Times) y Michiko Kakutani (The New York Times). Para realizar el censo The Economist se aseguró de consultar a grandes personalidades del medio, entre ellos a Ian Jack, el editor de Granta en épocas gloriosas. Curiosamente los encuestados coinciden en otorgarle a la crítica un lugar de peso en torno de cualquier reputación literaria. Así, son célebres las reacciones que Kakutani ha desatado entre Susan Sontag, Mailer o Jonathan Franzen (quien la llama “la Bush de la crítica”).

Según es usual en los sitios web de muchos diarios y revistas, al final de “Our Guide to the Best Critics” la página de
Intelligent Life registra los comentarios del público. Uno de ellos —creo que anónimo— confiesa, aunque con otras palabras: “He leído a Bloom desde hace 40 años, pero ¿quién leerá a Kakutani dentro de esos mismos años...?”

lunes, 24 de noviembre de 2008

¿Quién lee a los críticos?

No conozco los detalles sobre lo que sucede en otros lugares pero recorriendo los sitios web de algunos diarios y revistas no hay muchas voces que se distingan de entre la morralla ambiental. Antes un reseñista del New Yorker era Steiner quien, a su vez, ocupó la plaza que al morir dejó Edmund Wilson. En cambio, hoy debemos resignarnos a un comentario de Jonathan Lethem sobre Roberto Bolaño en cuanto talismán de la nueva narrativa latinoamericana: “Bolaño has been taken as a kind of reset button on our deplorably sporadic appetite for international writing, standing in relation to the generation of García Márquez, Vargas Llosa and Fuentes...”

Con motivo de la reciente edición en inglés de 2666 esta nota se publicó en el NYT y, con las adaptaciones del caso, apenas si transcribe aquella oración que en boca de muchos ya hemos escuchamos aquí y allá.

Tiene razón Juan Malpartida: es lamentable la desaparición del crítico capaz de enseñarnos algo que, solos, no habríamos podido ver. Así lo escribe en su colaboración de Letras Libres de este mes:

“¿Quién necesita a los críticos? ¿Para qué los críticos? En cuanto a lo primero: las empresas, porque son una publicidad barata; en cuanto a lo segundo, soy más pesimista. Y sin embargo creo en la necesidad de la crítica, porque sigo creyendo que forma o debe formar parte de lo que otro crítico dijo modestamente: que es un diálogo culto que se mantiene con un interlocutor imaginario, y porque tiene o debería tener una dimensión política importante al mediar entre los productos de la cultura y los receptores de la misma. No sólo es opinión sino idea.”

La desaparición de la crítica, al parecer, sucede en todas partes, del cono Sur al medio peninsular --y entiendo que los norteamericanos pasan por el mismo mal (Sven Birkerts publicó hace tiempo un ensayo notable sobre el cierre de Partisan Review como ejemplo sintomático).

El problema, sin embargo, es que no hay qué ni a quién leer, a pesar de que aún existan aquellos dedicados a la reseña mensual (a veces yo entre ellos). En México los suplementos culturales prácticamente han desaparecido y las revistas con cierto espacio para la crítica pueden contarse con los dedos de una mano. Ahora bien, lo más grave es que la figura del crítico como tal carece ya de importancia. ¿Quién lo lee? A juzgar por lo que hay... confieso que yo no. Al último que seguí con regularidad fue a Christopher Domínguez pero antes no me perdía una nota de Pacheco, una reseña de Zaid o un ensayo de Paz. Hoy prefiero sumergirme en una entrevista en donde un autor (Piglia o Vila-Matas, Juan Gabriel Vázquez o Junot Díaz) habla de sí mismo, de su obra o los libros de los demás.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Borges, Bioy y Vila-Matas

Recuerdo que en Borges —aquel volumen inmenso publicado hace un par de años— hay más de una alusión al autor de Ficciones orinando el piso o la tapa del excusado en casa de los Bioy. Silvina no deja de hacer caras hasta que, junto con su marido, optan por asignarle uno de los baños que nadie más usará. Los comentarios de Bioy son de un gusto cruel aunque raro…:

“Come en casa. Empezamos el cuento del que intenta enamorar a una mujer absurda y, porque no lo consigue, se enamora y se suicida. Después, recitando ‘Troy Town’ me orina largamente el piso del baño. ‘Estás miando fuera del tiesto’, le prevengo. Da un pasito hacia delante y sigue recitando a Rosseti y meando en el piso. Sale con los zapatos empapados. Me pregunta. ‘Una poesía como la de Rosseti, puramente literaria, puramente decorativa, ¿es lícita?’”

Me quedo pensando y no puedo, no puedo más que preguntar ¿por qué Bioy no esperaba afuera? En ocasiones a la gente le da por coleccionar detalles extravagantes de sus autores y la cosa parece normal. Es decir, hasta cierto punto nos resulta comprensible que un ser excepcional cultive sus tics; sin embargo, algo no encaja si vemos al autor de Ulises hundido en plácidas horas frente al televisor (dejemos a un lado que en tiempos de Joyce aún no había tele). ¿Pessoa pastoreando alguno de sus improbables críos lonchera en mano? Sería tanto o peor que verlo orinar. Y a nosotros eso no nos gusta… y parece que a Vila-Matas tampoco. Cuando menos eso saco en limpio mientras leo su Dietario voluble recién editado:

“¿Será que lo doméstico –ese veneno que acaba con las pasiones y que también llamamos cotidianidad– lo arruina todo? ¿Será que ver de cerca a los genios les hace perder interés y los desmitifica? ¿No deslumbra lo mismo, por ejemplo, una conversación de sobremesa con Borges, que la lectura de uno de sus relatos? ¿Era Borges un ser algo pelmazo para Silvina? ¿Se puede ser genial todo el rato?”

Ahora bien, todos tenemos o hemos tenido un amigo que durante el asado del fin de semana diserta con la profundidad de un Wittgenstein. Dicho lo cual, no sé qué me aterra más… si la densidad de mi amigo o los bostonianos de Borges saliendo del baño.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Revelaciones de María Kodama


Leí ayer en ADN (el suplemento de La Nación) algo que el diario ofreció como una revelación a propósito de los gustos musicales de Borges:

“Los Rolling Stones y los Beatles también ‘le encantaban por su fuerza increíble’, reseñó Kodama, quien recordó el día en que Mick Jagger se cruzó a Borges en el Palace de Madrid y le dijo que lo admiraba después de arrodillarse y tomarle la mano. Borges ‘un poco asombrado’ le preguntó quién era porque no veía y cuando Jagger se presentó le contestó: ‘Ah, uno de los Rolling Stones’.”

Se trata de una reproducción de las declaraciones de la viuda ante los micrófonos de BBC Mundo, en París, ciudad en donde se exhibe la muestra "El Atlas de Borges".


Lo cierto es que María Kodama viene diciendo lo mismo desde hace rato y parece que todavía hay quienes no sólo se lo toman en serio sino que lo presentan como una primicia. Hace un par de años, en la FIL Perú 2006 la viuda engatusó a los periodistas con el mismo cuento... Así lo consigna una entrada del blog de Iván Thays quien, por lo demás, nos remite a otra entrada de 2004, una nota graciosísima firmada por el narrador argentino radicado en Barcelona, Hernán Casciari:

“Estuve todo el fin de semana con un retortijón en el estómago por culpa de unas declaraciones de María Kodama a la prensa española: ‘A Borges le gustaba Pink Floyd’, aseguraba, muy alegre de cuerpo, la viuda. Y no es que esté en contra de la música moderna; lo que me pone los pelos de punta es esta moda, contemporánea y ruin, de que los herederos saquen a relucir las intimidades de sus parientes inmortales. Sobre todo cuando lo que cuentan son esas pequeñeces de entrecasa que los muertos más han querido esconder.

Hay muchas maneras de disfrazar nuestra mediocridad doméstica. La más difícil de todas, está claro, es ser un genio. Los pocos que logran escribir un par de poemas inolvidables, o pintar cinco cuadros gloriosos, o patear todos los tirolibres al ángulo, o componer tres canciones de las llamadas clásicas, deberían tener eternamente perdonado que hayan meado en vida la tabla del inodoro, o que hayan votado a la derecha, o que un día atropellasen a una vieja en el auto y se hayan dado luego a la fuga.”