viernes, 29 de agosto de 2008

Paz y Cortázar bailando

Sin sonido en el original.

El 17 de marzo de 1968, Octavio Paz escribía a Tomás Segovia desde Nueva Dehli:

"Escribo ahora -o más bien: construyo, dispongo, despliego o dibujo- poemas concretos. [...] También leemos, en la noche (Marie José, Julio, Aurora Cortázar y yo) poemas a la luna -haikú o poesía sánscrita, pesada como una diosa y toneladas de pechos, caderas, collares, aretes, cinturones, pelo, ajorcas y pestañas." También bailaban.

Cartas a Tomás Segovia, Fondo de Cultura Económica, 2008.


El poema como interrogación

Cada que me enfrento con un nuevo libro de Coral Bracho siento que debo comenzar de cero, como si nunca hubiera leído nada de ella y lo que llega a mis manos se me escapara, ajeno a toda intención conceptual. Ciertamente, conozco a una buena parte de lo que la crítica ha escrito desde que apareció Peces de piel fugaz, su primer título, publicado al final de los años setenta por La Máquina de Escribir. Sin embargo, confieso que muchas de estas exégesis me han dejado siempre un tanto frío, particularmente aquellas provenientes del post estructuralismo más duro. El universo de imágenes al que recurren para explicar, digamos, la poesía de Coral Bracho como un tejido “rizomático” es sugerente, sin duda, pero por lo general aparecen plagadas por un conjunto de jergas que oscurecen lo que antes pudiera resultarnos obvio: Coral Bracho escribe y habla con los cinco sentidos.

En efecto, el concepto de rizoma, extraído del discurso de Deleuze y Guattari y sobrepuesto como un mapa de lectura sobre El ser que va a morir, por ejemplo, tiene sentido en la medida que es un símil que ilustra el carácter indeterminado de estos poemas, sus largos fraseos que inician en cualquier punto y no concluyen nunca. Sin embargo, se trata sólo de eso, de un símil; de una poética que, para mí, pierde interés en cuanto se transforma en bártulo de especialistas o en militancia hermenéutica. En este sentido, la figura del rizoma como un amasijo de tallos subterráneos que crecen por acumulación sin seguir un desarrollo natural y progresivo que les de forma (un lirio, un octosílabo), sirve en tanto lente que nos ayuda a discernir una estructura. No obstante, como decía Mounin a propósito de los “mecánicos del texto literario”, limitarnos a este tipo de lectura es como aprender a armar y desarmar un reloj, olvidando que éste sirve para medir algo sobre lo que apenas si tenemos la más mínima intuición: el tiempo. Y los poemas de Coral Bracho, entre otras cosas, son eso: una medida del tiempo; un momento habitado entre dos abismos (la nada anterior y final) o el instante suspendido por el deseo que yergue al “ser que va a morir”.

En este contexto, me gusta la antología que ha preparado, traducido y publicado recientemente Forrest Gander para New Direction, la legendaria editorial norteamericana que —a insistencia de Pound— fundó James Laughlin hace más de siete décadas. Me gusta porque, sin proponérselo, corrige la interpretación anterior con la que, insisto, suele identificarse a Coral Bracho. Y si cualquier traducción es un acto de interpretación, con más razón una antología es el resultado de una lectura meditada, con miras a destacar los rasgos esenciales de una voz sin traicionar las fases de su evolución natural. De ese modo, Firefly Under the Tongue traza un mapa en donde encontramos aquella poesía que se ramifi ca al dictado de cierta ley de las asociaciones (metonímica, dirán algunos) y, asimismo, abre un espectro en el que el poder de atracción se hunde en la perplejidad. Los órganos internos de la analogía, por decirlo así, experimentan un vacío, una ruptura que disgrega a los seres y las cosas. En este sentido y para expresarlo en pocas palabras habría que decir que la afirmación vital, casi orgánica y ritual de los primeros libros (Peces de piel fugaz, El ser que va a morir), al final encalla en una interrogación.

Forrest Gander ha sabido interpretar este cambio drástico en la poesía de Coral Bracho siguiendo las variaciones de la voz. En efecto, cualquiera de los poemas que el traductor y antologador recoge al final de Firefly Under the Tongue está dictado por un ánimo que habita una dimensión más meditada que palpada, menos corporal y más atenta a cierta música de la idea, como decía Darío. Se trata de un cambio en el eje de rotación que sostiene al poema efectuado al paso de los años y que, en la introducción que el traductor escribió para este volumen, ubica y expone de la siguiente manera:

The book-length poem That Space, that Garden and the new shorter poems that follow it seem to forge out of Bracho’s earlier styles a capacious new virtuosity. While the poems can be abstract, the intensifying cadence and the canon-like effect of repeating talismanic words ensure that the work is experienced sensually as well as intellectually. While never intending to mirror the world in snapshot images, Bracho increasingly tunes in to the frequency of things, the thicket of things that comprise a region, a room, a relationship. Her meditation on the palpable edge of thingness—the surface of trees, furniture, skin—leads her to an intuition of volume, depth, inhabiting spirit. Radiating lines of perspective and shifting, ambiguous pronouns lead us across the borders of familiar language tropes into a concentrated attentiveness, a bedazzled listening. Removed from any central vantage point, we discover a world of uncanny interrelationships, our own world: complex, provisional, yet somehow intact.

A mi manera de ver se trata de un desplazamiento desconcertante viniendo de alguien a quien, decíamos al inicio de esta nota, identificamos con la red de los sentidos lanzada al río de las metamorfosis esencialmente tangibles; esto es, una sensibilidad bien dispuesta al “deleite de las formas”, según nos dijo en Tierra de entraña ardiente. En este orden —recordemos— los poemas de Coral se hundían en la marea de los elementos para regresar transformados en ritmo e imagen gracias a una enorme capacidad para experimentar el lenguaje como un fenómeno con respiración propia. Una poética en donde las palabras aparecían dotadas de una identidad casi orgánica entretejida a un cauce dilatado y denso.

Por el contrario, en sus poemas más recientes aquellos elementos se convierten en objetos —lo que no es poco decir—, como si la alta marea de las asociaciones se hubiera retirado dejando un pan sobre la mesa. La espiral del deseo que atravesó Peces de piel fugaz o El ser que va a morir multiplicando la realidad al contacto de otras realidades, se subvierte y desgaja con aire de cosa dislocada. Consecuentemente, dichos objetos traen consigo la posibilidad de hundir la mano en otra dimensión, a riesgo de suspender toda certeza acerca de nuestra propia realidad. Para ser precisos hay que reconocer que esta duda abrió un hueco en la poesía de Coral Bracho desde su anterior libro, Ese espacio, ese jardín, volumen en donde la plenitud se asoma al espejo de la vacío para leer el paso de los días: “La muerte,/ a gatas entre los muebles”.

En efecto, me parece que con Cuarto de hotel no hay ya plenitud posible y las epifanías del tiempo —el deseo que ata los cuerpos en Peces de piel fugaz y El ser que va a morir, el amor y la infancia en Ese espacio, ese jardín— se esparcen en fragmentos que apenas se distinguen como los restos de un naufragio. Los objetos (el pan sobre la mesa) se yerguen señalando un extravío, una soledad incapaz ya de iluminarse al pabilo de una historia. Alguien habla, en efecto, pero no sabemos qué ni a quién. Y ese “cuarto de hotel” del título sólo acentúa la nada en donde, finalmente, se evapora el hilo del que pende nuestro ser e identidad.

Muchos de estos poemas, a mi parecer, se desdibujan leídos de manera aislada, como si la autora nos ofreciera los retazos de un monólogo transcrito al paso. Sin embargo, a partir de estos fragmentos sostenidos a fuerza de líneas oscuras, reticentes, Coral Bracho configura una atmósfera cargada de sugerencias pero, sobre todo, atravesada por un profundo desconcierto ante el sinsentido de una cotidianidad súbitamente extraña e impersonal. En este orden, la voz que escuchamos en Cuarto de hotel y en los poemas aún no recogidos en libro pero que Forrest Gander incluyó al final de Firefly Under the Tongue, es la voz de lascosas y los seres enclavados —por decirlo así— en su lado oscuro, sobre una realidad absorta a la medida de nuestras incertidumbres más profundas.

Coral Bracho, Firefly Under the Tongue, Selected Poems. Translated, with an Introduction by Forrest Gander, New Direction, 2008.

Texto publicado en el número 14 de Literal. Latin American Voices.

Steiner leyendo un comic

Hace poco leí una versión de Hamlet en formato de comic y me resultó brillante. Redujeron el texto a los momentos esenciales, y seguro que Shakespeare habría dicho: ‘No está mal, mi texto era demasiado largo’.” El párrafo parece el chiste de algún vecino ingenioso, de esos que no leen pero están conscientes, orgullosamente conscientes, de que la cultura no sirve para nada. Sin embargo, se trata de una cita de Steiner, entrevistado por Gloria Rodríguez para El País Semanal con el pretexto de su título más reciente: Los libros que nunca he escrito (Siruela).

En lo personal me gusta el espíritu que anima a este hombre, cada vez más polémico conforme se acerca a cumplir sus ochenta años. Naturalmente, Los libros que nunca he escrito es una continuación de Errata en la medida en que sus ensayos se entrecruzan con las memorias, el diario y el relato. Una característica con la que muchos nos entendemos aunque otros la consideran un verdadero escándalo. En efecto, Steiner levanta ronchas, particularmente entre los académicos incómodos con el lugar que –dice– les corresponde: “un profesor es un profesor”. Por su parte, entre sus colegas de Cambridge, la obra de Steiner es considerada (“si es que me consideran de algún modo”) como impresionismo arcaico, o peor, como una variante apenas de la heráldica.

Siendo joven Steiner escribió poesía y, después, ha publicado algunos relatos. En la entrevista de El País Semanal precisa: “He escrito ficción, y ha sido muy traducida, pero es una ficción intelectual, cerebral, alegórica. Son novelas que contienen ideas”. No he leído los títulos correspondientes y, la verdad, no sé si algún día lo haré. En cambio, en cuanto aparece uno de sus volúmenes de ensayo me deshago por conseguirlo. Y es que Steiner habla del lenguaje y la cultura, del arte y las ideas como pocos, muy pocos saben hacerlo. En este sentido y sin hipérbole, uno puede afirmar que entre sus páginas advertimos las iluminaciones y los tropiezos, los hallazgos e incertidumbres de toda una civilización (la occidental) hablando consigo misma.

De ahí que su lectura de Hamlet en comic resulte, cuando menos, inquietante. Con ese trazo resume, a su manera, uno de los temas al que ha dedicado ya muchas horas: el posible ocaso de una cultura sostenida sobre las bases del conocimiento y la reflexión; fenómeno con el que, evidentemente, cae en jaque la pertinencia o no de los universos de la sensibilidad que han definido a la literatura y el arte a partir de una tradición, cualquiera que ésta sea. Decía Gombrowicz en algún pasaje de su Diario: “la literatura es una dama de costumbres severas y no debe pellizcarse por los rincones. El rasgo característico de la literatura es la dureza. Incluso la literatura que sonríe bondadosamente al lector es resultado de un duro desarrollo de su creador. Y la literatura debe tender a agudizar la vida espiritual y no a tutelar semejantes muestras de escritura marginal”. Sin embargo, esta concepción de la tradición como un proceso arduo de auto desarrollo individual y colectivo, como el lugar por antonomasia en donde encarnarán las mayúsculas del Espíritu, comienza a hacer aguas. Así lo entiende Steiner cuando, en la entrevista de Gloria Rodríguez, advierte que la cultura del futuro no será como la nuestra, caracterizada por un humanismo a la mesa de unos cuantos. En este sentido, Steiner leyendo Hamlet en formato de comic es una mueca, amarga e irónica a la vez. El gesto de alguien capaz de afirmar: “Aquí tenemos países con culturas superiores… Y estos países se han convertido en infiernos […] La cultura y el humanismo no son enteramente inocentes ni positivos”.


Pasiones y obsesiones

Para Sandra Lorenzano


Hay quien vive la literatura como una pasión espontánea o lúcida, según el caso. Pero hay también quienes hacen de la escritura una obsesión de signo negativo en tanto que sus arrebatos no los llevan a ninguna parte. De acuerdo con esto, Julio Torri nos legó una frase que siempre me conmueve: “Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí”.

Cierto perfil dubitativo me incapacita para exponerme con la espontaneidad de una pasión; en este sentido, apenas puedo hablar de una perplejidad más bien equívoca: el impulso de escribir y no poder hacerlo. El deseo convertido en obsesión y, luego, en idea fija. Ya se sabe: toda idea fija nos paraliza. ¿Habrá algo más contrario a la pasión? Ésta se alimenta de vida y lo demás, es literatura. Inversamente, las obsesiones se consumen a sí mismas. Quizá por ello alguien pensó: “La vida está en otra parte”; y mi mujer añade un tanto sarcástica: para escribir, no tienes que pensar en escribir. Y tiene razón. No obstante, nada me convence e, incluso, hasta he llegado a creer que para escribir no debía hacerlo.

Parece broma, lo sé, una ocurrencia retórica y sin gracia, pero cuántos de quienes atravesamos la adolescencia con la idea de ser un nuevo Melville o el impensado Rimbaud del altiplano, apenas si consideramos la posibilidad de que debíamos escribir. “Cuántos”, me pregunto, y de inmediato advierto la simpleza. Seguramente nadie. Sin embargo, a mí me pasó y, más raro aún, me sorprendió la edad adulta sin que lograra asimilar semejante anomalía. De algún modo creí que la lectura, practicada con regularidad, bastaba para saltar con solvencia y naturalidad a la página escrita. Ésta podía esperar, oí que alguien me decía.

A veces pienso que ese alguien fue mi demonio personal. Cada quien tiene uno, ¿no? Una sombra que nos acompaña a cada paso y con discreción tal que apenas la advertimos o, por el contrario, imponiendo su negra voluntad hasta extraviarnos. No sé dónde escuché o leí que muchos tenemos una historia, pero pocos alcanzamos un destino. En este sentido, mi memoria también es sólo anecdótica. Siendo niño y después de un partido de futbol jugado en la tarde polvorienta de una calle de provincia, alguien se me acercó afectado por una suerte de intoxicación verbal. Ignoro por qué los otros —mis amigos— habían desaparecido y yo estaba solo, plantado a la entrada de un tendajón cuyo letrero ironizaba con un título: “El Paraíso”. Vi a un hombre seco de edad indefinida (cincuenta años quizá), con la barba crecida pero rala vistiendo su miseria aún con cierta dignidad. Sentado junto a mí lo oí hablar como a nadie, antes, había escuchado.

Dicen que Sócrates tenía un demonio ágrafo. El que yo conocí aquella tarde fue de una especie menor aunque, en ocasiones, me da por creer que descendía de idéntica familia. En este orden, apenas si hace falta señalar que el tipo no escribía en el sentido literal y, menos, en la acepción profesional que damos al término. No escribía, más bien “decía” algo que después entendí como poesía, a saber: no el modo diario de llamar a las cosas por su nombre sino el lenguaje tentado por su dimensión ritual. Era poeta, en efecto, pero dudo que tuviera alguna conciencia sobre lo que esto significa. Digamos que apenas si vivía habitado, y a su manera disfrutaba de sus lapsus. Seguramente los poemas que le oí fueron malos, pero dejó en mi memoria las huellas de una experiencia destinada a los sentidos y en la que, curiosamente, las palabras parecían privadas de sentido. Ahí donde un árbol es un árbol, pero también es otra cosa, entre ellas: un árbol. Años después escuché a Gonzalo Rojas y advertí de nuevo aquella voz. No me resultó extraño lo que entonces nos contó a mi mujer y a mí. De niño tuvo dificultades para hablar, tartamudeaba su asma al ritmo de la humedades cíclicas de su natal Lebu, en Chile. Su fascinación por el silencio viene de ahí, de ese caos primordial del que salió hablando en lenguas.

Carezco de la inteligencia necesaria para medir la dimensión de dicho abismo. Al respecto sólo tengo interrogantes, las que reúno bajo una pregunta groseramente simple: ¿qué es lo que Rojas escucha al punto de quedarse mudo? ¿La plenitud de un no sé qué que se me escapa? Quizá.

De cualquier modo mi silencio, como el de Torri, es más bien el de una ausencia. Y decir que las sirenas no cantaron para mí es otra forma de aceptar que mi demonio es ágrafo: jamás pensó o supo escribir.

Sentado frente a la máquina puedo pasar horas en una suerte de vacío expectante sin ir más allá de unas cuantas líneas. En este sentido, sé que hay quienes a lo largo de los años perfeccionan rituales para atraerse el don de la elocuencia justa. Ceremonias inofensivas como sorber del Starbucks cortado a la temperatura adecuada, o tan extrañas como, por ejemplo, escribir sorteando la aparición de cierta grafía ominosa, según dicen que hacía Juan Ramón Jiménez, quien desconfiaba de la letra “g”. En mi caso, dichos rituales son convocados no con el propósito de escribir sino para ahuyentar el momento de enfrentarme al teclado.

Me hago a la idea de que necesito una calma sin espinas y, como ésta nunca se da, recorro el espacio ensimismado del estudio hasta que alguna tarea inútil llega a ocuparme: reparar la puerta que rechina desde hace meses pero que, esta mañana, se transformó en la bisagra clave de la que pende el universo. O más simple: me pongo a cocinar suplantando aliteraciones y asonancias a cambio de un antipasto que encabalgue bien. En mis evasiones de mayor alcance, me he inventado más de una profesión, alternando con identidad mudable mi desempeño como velador, promotor de ferias infantiles, diseñador o editor de musas en inglés. Sé que no soy el único para quien la vida es una paradójica salida de emergencia. Así y obviando todas las distancias, Gabriel Zaid cuenta cómo Juan Rulfo trabajó en la llantera Euzkadi. Él también estuvo allí, dice, y en la misma época, aunque nunca lo vio. La verdad es que no me imagino a ambos con un catálogo todo terreno en las manos, aunque puede ser. Significativamente, los dos han sido de silencios largos.

La literatura y la crítica contemporáneas abundan en expresiones y reflexiones en torno al mismo pasmo. Episodios célebres que van desde la inevitable renuncia de Rimbaud hasta, digamos, las especulaciones de Blanchot acerca de la dislalia de Baudelaire o la demencia aforística de Nietzsche. A esto habría que sumar la sombra densa de Lord Chandos sobre algunos de nuestros autores de hoy en día. Sólo por dar un ejemplo sustantivo baste recordar Bartleby y compañía. Las inquietantes palabras: “Preferiría no hacerlo”, repetidas como una oración vacua por aquel personaje creado por Melville, le sirven a Vila-Matas para aislar un síndrome: “la pulsión negativa o atracción de la nada que hace que ciertos creadores […] queden, un día, literalmente paralizados para siempre”. Según el barcelonés, Bartleby es el símbolo desencarnado de un vacío que reúne a la literatura del No, formada por una galería en la que, por ejemplo, desfilarían Beckett, Walzer, Kafka, Salinger, Monterroso o Bruno Traven.

Sin embargo, debo decir que el “autor” que sentí más cercano a mí es Luis Felipe Pineda. Un personaje joven objeto del buen o mal humor de Vila-Matas, sin duda, pero que habla de una realidad que conozco muy bien: el archivo en donde atesoró sus poemas abandonados. Frases como gestos de una sola línea que, a veces, lee desde un extravío ya totalmente inefable: “No diré que un sapo sea”. Previsiblemente, al llegar la edad adulta abrazó con sobrio estoicismo su profesión de tinterillo, hundido en la más espesa vulgaridad. Ocasionalmente pienso que a Pineda lo visitó también el mismo demonio ágrafo que yo escuché aquella tarde de provincia. Así eligió, al cabo, la evasión perfecta y sin retorno del anonimato.

"Pasiones y obsesiones" fue publicado en el número 13 de Literal. Latin American Voices.