martes, 26 de enero de 2010

Bolaño nutriólogo


Raras evoluciones del mito. Uno se va acostumbrando poco a poco con la idea de un Bolaño encumbrado a las cimas de un canon aún por venir. No sólo es un maestro de la nueva narrativa mundial sino, también, nuestro modelo precursor del escritor transfronterizo, naturalmente acorde con una geografía en línea. Aunque aún cuesta trabajo acomodarse entre las variantes del adicto y marginal de moda en EU, tampoco con esa faceta del guía espiritual y nutriólogo que aparece en la entrevista de Patrico Pron publicada por el ABC.

"Quizás la mejor recomendación que se puede hacer a un escritor es que escriba, una recomendación poco frecuente en un momento en que hay cientos de personas que quieren ser escritores sin tener que pasar por la incomodidad de escribir y, mucho menos, por la de aprender a hacerlo. Más aún, en un momento en que hay cientos de personas crédulas que quieren ser escritores para obtener todo aquello que los escritores no suelen obtener nunca: ascendente político, ligues, portadas en los dominicales o cuenta corriente con un camello peruano. Yo, que no suelo dar consejos, sí los escucho con agrado, y recuerdo los que me dio Roberto Bolaño en la última carta que me envió, que me parecen los mejores consejos que se le pueden dar a un escritor: comer principalmente vegetales, no beber mucho y escribir."

La obstinación de la poesía


Para quienes creen que la poesía no pasa por uno de sus mejores momentos, Jacques Roubaud (junto con Queneau, miembro de la vanguardia renegada Oulipo) escribe en Le Monde de enero un artículo sugerente: “Obstinatión de la poésie”. Llaman la atención sus resquemores acerca de la emigración de los poetas al terreno de la novela pero, sobre todo, su temor ante el desplazamiento de lo escrito hacia lo multidisciplinario y multimedia. Fenómeno que se repite en todas partes gracias a la web, pero también a los sketches de lectura viva acompañados de audio y video. En estos –advierteRoubaud– se corre el riesgo de privilegiar lo oral en detrimento del texto poético y su escritura... Y a pesar de que algunos celebran ya el saludable regreso del poeta a sus orígenes, es decir, a la imagen del trovador y el saltimbanqui, para Roubaud se trata más bien de una regresión y una mutilación. Cito:

"Lo que he escrito es una defensa de la siguiente opinión: la poesía tiene lugar en el idioma, se hace con palabras. Sin palabras, no hay poesía. Un poema debe ser un objeto de lenguaje con cuatro dimensiones, es decir, destinado a la vez a una página, una voz, un oído y una visión interior”

No obstante, creo que en México los experimentos de Julián Herbert o Rocío Cerón muestran cosas interesantes.

martes, 27 de octubre de 2009

Steiner leyendo un cómic II


“Hace poco leí una versión de Hamlet en formato de cómic y me resultó brillante. Redujeron el texto a los momentos esenciales, y seguro que Shakespeare habría dicho: ‘No está mal, mi texto era demasiado largo’.” El párrafo parece el chiste de algún vecino ingenioso, de esos que se presumen conscientes, orgullosamente conscientes de que un libro no sirve para nada. Sin embargo, se trata de una cita de Steiner, entrevistado por Juan Cruz para El País Semanal con el pretexto de uno de sus títulos más recientes: Los libros que nunca he escrito.

En lo personal me gusta el espíritu que anima a este hombre, cada vez más polémico conforme se acerca a cumplir sus ochenta años. Naturalmente, Los libros que nunca he escrito es una continuación de Errata en la medida que sus ensayos se entrecruzan con las memorias, el diario y el relato. Una característica con la que muchos nos entendemos aunque otros se aparten con verdadero escándalo. En efecto, Steiner levanta ronchas, particularmente entre críticos y académicos, incómodos con el lugar que –dice– les corresponde: “un profesor es un profesor. [...] Los escritores no nos necesitan para llegar a su público.” Por su parte, entre algunos de sus colegas de Cambridge su obra es entendida (“si es que me consideran de algún modo”) como impresionismo arcaico o, peor, al nivel de curiosidades como la heráldica.

No obstante, confieso que aquella lectura de Hamlet transfigurado en cómic no deja de inquietarme. Y no porque crea que una de las mentes más lúcidas de nuestros días se degrade con veleidad tan vil, traicionando los reclamos nobles del pensamiento. (Hace poco Baricco nos recordó a Benjamin redactando algo sobre uno de los dibujos animados de mayor prosapia: Mickey Mouse). Me intriga, más bien, porque con ese aparente desliz Steiner resume un tema al que ha dedicado ya muchas horas: la desaparición de la cultura sostenida sobre las bases del conocimiento y la reflexión. Decía Gombrowicz en un pasaje de su Diario: “la literatura es una dama de costumbres severas y no debe pellizcarse por los rincones. El rasgo característico de la literatura es la dureza. Incluso la literatura que sonríe bondadosamente al lector es resultado de un duro desarrollo de su creador. Y la literatura debe tender a agudizar la vida espiritual y no a tutelar semejantes muestras de escritura marginal”. Pero ¿qué sucede si esta valoración de la profundidad, el rigor y el esfuerzo, es decir, la exaltación de la tradición y la disciplina –sin duda ardua– por hacerse de ella, carece del debido respeto aun por parte de quienes cabría esperar otra cosa? Que la gravedad de Gombrowicz a mí me resulte espesa y hasta lastimosa no tiene relevancia; sin embargo, no es lo mismo si Steiner se desmadeja a carcajadas con un manga entre las manos a la salida del mall. Ya no se trata, evidentemente, de la indigencia intelectual de ningún republicano de cepa, ni de la naturalidad analfabeta del nerd razonablemente inflamado gracias a su aplastante preeminencia sobre los universos de la web. Más bien al contrario: si la inteligencia que ha hecho convivir a la literatura comparada y la filosofía del lenguaje, la crítica de la cultura y la historia de las ideas, la gnosis y la historia, la erudición multilingüe y la refinada melomanía, etc., etc., digo, si un pensamiento como el de Steiner se aparta del ceremonioso consenso sobre el espíritu es porque algo severo debe estar pasando. ¿O el cataclismo ya sucedió y únicamente quienes experimentamos el mundo con metabolismos de ayer no lo vemos?

Supongo que apenas si me hago eco de la palabrería de otros... Quiero decir, quizá sólo estoy transcribiendo la añeja estática sobre la muerte del arte que el gurú de la dialéctica nos asestó en el siglo XIX y que, actualizada a las estupefacciones del día, las erinias del fin de los tiempos no se cansan de repetir. Para los doctos de la filosofía hegeliana, en efecto, el arte dejó de recibir la señal del espíritu absoluto y, en esta medida, se colocó en posición de inferioridad frente a la religión y la filosofía. De modo que a las expresiones artísticas de nuestros días ya no les corresponden la verdad o su manifestación sensible, la belleza. Y ni quien discuta: lo nuestro ya sólo pueden ser las gesticulaciones y vestuarios de la parodia o el alto vacío de la autorreferencia autista. En este sentido, dicen que los miembros más avispados de la vanguardia adivinaron lo que vendría, a saber, que las ideas y conceptos mutarían en religión dando pie a las ideologías que infestaron el siglo XX, con las consecuencias que todos sabemos. Y es cierto, la iconoclastia de Tzara –quien extraía sus versos (es un decir) de una bolsa con los recortes del periódico matutino–, no fue otra cosa que un temprano y provocador sainete frente a las tiendas del humanismo romántico e ilustrado, cuya proyección natural desembocó en la guerra. La idea del arte había nacido bajo los templos de la razón y enseguida, ya de la mano de la Historia, fue exaltada a dimensiones sobrehumanas por la espiritualidad romántica. Tras semejante genealogía, ¿podía el arte alegar demencia, exculpándose? Cito una entrevista de 1950 para la radio francesa en donde Tzara se expone mejor: “Estábamos resueltamente contra la guerra [habla de 1916, año de aparición de Dadá], sin por ello caer en los fáciles repliegues del pacifismo utópico. Sabíamos que sólo se podía suprimir a aquella extirpando sus raíces. La impaciencia de vivir era grande y el disgusto se hacía extensivo a todas las formas de la civilización llamada moderna: a sus mismas bases, a su lógica y a su lenguaje. La rebelión asumía modos en los que lo grotesco y lo absurdo superaban largamente los valores estéticos”.
Saber que los arrebatos fáusticos perdieron legitimidad tras la racionalizada brutalidad de la segunda guerra pueden llevarnos a entender por qué las rutinas y delirios de la voluntad nos parecen cada vez más ajenos. Quién ignora, en consecuencia, que no existe ya un reconocimiento unánime sobre los atributos de la autenticidad, la hondura y la originalidad que, junto con la memoria, configuran los puntos cardinales de la experiencia interior del alma occidental. Del mismo modo, hace rato que vivimos inmersos en un contexto en el que no hay cómo regresar al mundo a quien siempre se afana. Porque no hay duda: el ocio y la pereza, según palabras de Eugenio Trías, “pueden ser más reveladores de la proeza del arte que la incansable fecundidad: Marcel Duchamp puede dar así jaque al propio Picasso”. En este sentido, Steiner leyendo Hamlet en su formato de cómic es una mueca amarga e irónica a la vez. El gesto de alguien capaz de afirmar que la cultura y el humanismo no son enteramente inocentes ni positivos, señalando, de paso, aquel diagnóstico de Benjamin en el sentido de que toda gran obra descansa sobre una montaña de inhumanidad.

Observado desde este ángulo, el fenómeno posee sus beneficios indiscutibles; ahora que si le movemos un poco, las cosas ya no se ven tan bien. Que Duchamp sea el santo patrono de la pereza resulta encantador para quienes aún creen en los poderes de negación del arte. Sin embargo, cuando esta lasitud se traslada a ámbitos más bien cotidianos y, abandonando toda intención radical, las ocurrencias de Tzara se transforman en el horizonte de todos los días, ¿por qué ponemos otra cara? ¿La irredenta banalidad no posee el mismo significado aquí que allá? Cualquiera sabe que hasta la fodonguez tiene niveles y, en esta medida, el ocio de Dios puede engendrar imágenes sublimes; el nuestro, en cambio, quizá alguna que otra lagartija... No obstante, el tema es otro y algo me dice que la muerte del arte tan celebrada por la vanguardia y la contracultura de ayer se ha vuelto una realidad de tal modo tácita que resulta una ñoñez hablar de ella –un asunto demasiado intelectual. Por su lado y según las opiniones de los especialistas, la insustancialidad de una obra responde a la franca imbecilidad o bien a un mundo peor: el del entretenimiento, otra de las bestias negras de la inconciencia. Pero me pregunto si gente como Stephenie Meyer, Joss Whedon o incluso Ruiz Zafón –tres ejemplos cualquiera– no lo saben de algún modo. ¿Qué nos hace creer que ellos o los nativos de la web no evitan, precisamente, ir más allá de la superficie? Ahí donde algunos pagamos por el reconocimiento o la posibilidad de otra dimensión de nuestra vida y experiencia interiores, ¿por qué nos resulta inaceptable que aquellos reaccionen como si cayeran en el nido de una serpiente?

Publicado previamente en Literal. Latin American Voices

martes, 6 de octubre de 2009

Una "instalación" de Roberto Bolaño


Dice mi amigo Álvaro Enrigue que el éxito fulminante de Los detectives salvajes se debió a que Bolaño “la emprendió a patadas y sin misericordia en contra de la vanguardia artística, que quién sabe por qué mantuvo su relumbrón hasta tan tarde en el siglo XX” (El Universal, 17 de septiembre). Tal vez. Aunque si nos ponemos difíciles, en qué momento y a quién se le ocurrió tomarse en serio a nuestro Estridentismo más bien rural, tan impresentable como lastimoso. Sólo a Bolaño y a otro gringo despistado en el trópico: Dos Passos. El autor de Manhattan Transfer viajó a México (VTP a cargo del general Heriberto Jara) y se emborrachó un rato bajo el sol raro de una Estridentópolis en Jalapa. Por su lado, Bolaño transformó a Maples Arce en parte de la utilería rijosa de su novela y, se me ocurre, en el abuelo insospechado del infrarrealismo.

En la lectura de Álvaro el ácido de Los detectives salvajes (su “tropo esclarecedor”) radica en mostrar la futilidad del arte frente a los problemas “verdaderos”, los del mundo de allá afuera. Sin embargo, creo entender que entre las ideas fijas de toda vanguardia que no fue engagé estaba precisamente eso: reírse a costa de quienes pagaban y aún pagan por los calambres y desmayos del espíritu intenso. Repasemos si no a los padres de la vanguardia histórica, desde el escándalo de Fountain para acá. En este sentido me parece que existe una línea que, partiendo de la bolsa de recortes para montar cualquier numerito dadaísta, pasa por el meadero firmado por Duchamp y continúa con el alambre que sostiene a la inexpugnable “instalación” de Amalfitano en su traspatio juarense. El tendedero del que cuelgan las hojas del Testamento geométrico de Rafael Dieste en una de las cinco novelitas que componen 2666 sería, a mi modo de ver, un reflejo que hoy ha asumido aires de leyenda pero que comenzó, sin duda, como una tomadura de pelo.

domingo, 12 de julio de 2009

José Miguel Ullán


La última vez que vi a Ullán fue en el jardín de la revista Vuelta. Él y Manuel Ferro, dijo, venían de casa de Vicente Rojo, a media cuadra de donde nos encontramos. Después de intercambiar los necesarios apretones de manos, José Miguel me entregó un enorme paquete con libros de Ave del Paraíso y nuevos títulos suyos, Ardicia entre ellos. Por mi lado, al ofrecerle con cierto recelo –dado el escandaloso contraste– mi única plaquette de diez páginas, adiviné detrás de su sonora carcajada el aire cómplice: “No regales tu libro, poeta. Destrúyelo tú mismo.” Agradecí el gesto, por supuesto, sobre todo porque la fulminante cita de Monterroso aligeró esa atmósfera incómoda pero fatal cuando dos hojean sus dedicatorias mutuas.

No lo volví a ver pero seguí recibiendo noticias suyas, a veces por amigos comunes o por intermedio de Manuel, quien la mañana del 24 de mayo me despertó con un e-mail: “El día de ayer falleció Miguel. Abrazos.” Pensé en Manuel, en José Miguel; en ambos sentados bajo una sombrilla al lado del enorme fresno que custodió la casa de Presidente Carranza 210, en Coyoacán. Y quise recordar a Ullán con esa carcajada suya: abierta, decidida y sin dobleces, como la de alguien que festeja el día a día sin tomarse demasiado en serio. Espontáneo e irónico, en efecto, José Miguel vivía tocado por la gracia de una generosidad siempre expansiva y se hacía acompañar por una suerte de inteligencia y curiosidad hiperactivas. Sabía de todo y estaba en todo, aunque nunca se sobreexponía: cualquiera se iba enterando de ello, o no, según las necesidades de la plática. Así, durante años fue el discreto benefactor e ilustrador de El Signo del Gorrión, revista extravagantemente artesanal editada en León por los poetas Ildefonso Rodríguez, Miguel Casado y Olvido García Valdés (de las mejores en nuestra lengua, decía Bolaño). Al mismo tiempo, algunos de sus libros de poemas aparecían ilustrados con obra de Saura, Vicente Rojo, Tàpies, Sempere, Palazuelo, Broto y Sicilia. Desde luego, dicha empatía con el universo de la pintura estaba lejos de ser una simple inclinación antojadiza. Como sus coterráneos Ràfols-Casamada y Joan Brossa, el mismo Ullán perteneció a esa frontera ubicua donde la poesía, la expresión gráfica y plástica se reconocen con idéntica raíz.

Y claro, aquella hiperactividad de la que hablamos fue, sin duda, una de las formas tempranas de su lucidez. Ullán había nacido en 1944 en Villarino de los Aires, Salamanca, pero abandonó la España franquista a los veintidós años para instalarse en París, donde al poco tiempo ingresó a France Culture, emisora pública que durante los años sesenta transmitía segmentos radiofónicos en español en las voces de Sarduy, Vargas Llosa y García Márquez. Seguramente vio de cerca no sólo el mayo del 68 francés sino también los fuegos experimentales con aristas del letrismo (Isau y su “compromiso” con el caos), el grupo Cobra (Asger Jorn y su desprecio de la autoría) y la Internacional Situacionista (con aquel détournement de efectos imprevisibles cuando intervenía sobre cualquier “originalidad”). En este sentido y más acá de las inclemencias del exilio, me parece que sus años en Francia fueron decisivos porque ayudaron a configurar una poética que supo reinventarse a cada paso bajo la sospecha –acaso leída en Jabès– de que nuestras incertidumbres crean, las respuestas matan. Si no, baste con ver Ondulaciones (Galaxia Gutenberg, 2008), reunión de toda su obra que seguirá desafiando por mucho tiempo nuestras ideas hechas acerca de la figura del poeta y las formas de la poesía.

De regreso en Madrid en 1976 tras la muerte de Franco, Ullán realizó una intensa labor periodística y editorial en Antena 3, TVE, El País, ABC y en aquel emblema de la transición española: Diario 16, en donde fue gestor y editor del mítico suplemento Culturas. Su trayectoria periodística se repartió entre la crítica de arte, literatura y poesía y la charla con gente del espectáculo y la cultura. Sus encuentros iban así de las transmisiones en compañía de Marguerite Duras u Octavio Paz, a la columna sobre las coplas de Miguel de Molina o los boleros de Elvira Ríos.

En un intento por definir la poesía de Ullán aún hay quienes no dudan en identificarlo con una poética del silencio. Me parece que se trata de un error. Su inmersión cotidiana en la multiplicidad de ambientes que acabamos de referir tiene una correspondencia inequívoca en esas ramificaciones sin término que atraviesan sus libros: el lenguaje culto y el verso clásico cohabitan con el habla social y esta, a su vez, con una oscuridad saneada de cualquier trascendencia beatífica. En este sentido, Miguel Casado ha sintetizado mejor que nadie dicha característica: se trata, dice, de “una palabra hacia afuera”. Por lo demás, ¿no fue el mismo Ullán quien se encargó de aclarar el malentendido?: “El silencio es un sueño más. No sé por qué, en su nombre, suele malgastarse tanta saliva.”

Publicado previamente en Letras Libres, julio de 2009

domingo, 7 de junio de 2009

Andrés Sánchez Robayna y el ocaso de la poesía

Después de leer Deseo, imagen, lugar de la palabra no dudaría en señalar que, en nuestros días, la obra de Andrés Sánchez Robayna constituye uno de los momentos de particular hondura intelectual y espiritual escritos en nuestra lengua. Dueño de una vastísima cultura y desde la base de su propia vocación como poeta, la experiencia de este escritor canario seduce no sólo en virtud de un conocimiento agudo de la tradición sino porque, digámoslo así, en sus páginas la conciencia de esta tradición parece hablar consigo misma. No es a Robayna a quien escuchamos reflexionar a fin de cuentas: es la historia de la poesía, el arte y el pensamiento contemporáneos confrontándose a través de algunos de sus capítulos determinantes pero, también, tanteando el vértigo de sus incertidumbres más severas.

A propósito de éstas y según Steiner, con la desaparición de la alianza que sostuvo el pacto de identidad sacramental entre la palabra y el mundo, la conciencia de Occidente se mudó de casa. Tan es así que las órbitas de la sensibilidad y el conocimiento más profundas y complejas (desarrolladas hoy en día por la investigación científica y tecnológica) han llegado a configurar un todo de articulaciones no verbales en donde, precisamente, el pensamiento del hombre de letras no tiene ya cabida. Se trata de una dimensión inédita, un universo esencialmente no letrado e, incluso, contraletrado cuya realidad prefiguró, dramáticamente, la bóveda del nihilismo semántico destapada por Mallarmé. Puestos en este punto y si quisiéramos rastrear el nacimiento de esta nueva conciencia afterword (la definición es de Steiner), debemos remontarnos a las noches de Un coup de dés. Significativamente, el volumen de Andrés Sánchez Robayna abre y cierra con sendos ensayos en torno a la figura y obra mallarmeanas. Entre ambos escritos (“Mallarmé y el saber de la nada” junto con el que da título al libro), las ondas concéntricas de Deseo, imagen, lugar de la palabra se multiplican tras la aspiración de conjurar aquel vacío, eje incómodo que heredamos de la Modernidad.

Sugería yo al inicio que Robayna es ante todo un poeta, con una obra que desde hoy ocupa un sitio ineludible en el panorama de la lírica actual escrita en castellano (reunida en El cuerpo del mundo, 2004). En tal sentido, apenas si es necesario añadir que se trata de alguien para quien la práctica de la poesía es indisociable de la reflexión, señalando arterias en donde la poesía se encuentra con otras figuras de la creación y el pensamiento. Partiendo de esta cercanía, Deseo, imagen, lugar de la palabra reúne un conjunto de ensayos sobre la premisa de algunas de sus afinidades electivas: Valéry, Breton, Michaux, Celan, Seferis, Lezama y Juan Ramón Jiménez, entre otras que acompañan a Mallarmé. Robayna continúa la segunda sección con varios ensayos sobre artistas. Justo es señalar aquí que el escritor es uno de esos rarísimos ejemplos de poeta ante quien la expresión gráfica y plástica no es sólo un pretexto para la metáfora oportuna sino que, bajo su mirada, las equivalencias clásicas entre el nacimiento de las formas y la expresión poética se acentúan perfilando significaciones nuevas. No es gratuito, desde luego, que la experiencia de aquellos artistas mantenga un fuerte vínculo con las esferas de la poesía y, en general, con el fenómeno de la palabra escrita. El volumen concluye con una exposición: “Poesía y pensamiento”, más un ensayo extenso en el que –decía yo líneas arriba– se explora el lugar de la poesía centrada por el mutismo al que la condenó Mallarmé.

La clave de Sánchez Robayna ante esta imposibilidad terminal es una reflexión lúcida pero, también, una poética: “Lo que ha cambiado, de Mallarmé a nosotros, es que esa extrema conciencia del lenguaje, en el que reside, sí, el hecho poético por excelencia, lo es también de que hay algo que va más allá de él”. El autor no duda en identificar a esta interpelación del más allá con un recurso de lo trascendente: “un designio de religación, de una conciencia, en suma, religiosa”. Para el poeta (según creo que advertía Heidegger) la ciencia no piensa y, en esa medida, es incapaz de un paso al margen de la prueba. Vida que acontece ajena a la vida de la imagen. Y precisamente éste es el reproche de Deseo, imagen, lugar de la palabra al auge actual del nihilismo científico y la vacuidad tecnológica: ambos niegan la posibilidad de la palabra como emisora o creadora de significados, entendiendo por ello cierta flexibilidad ubicua para transmitir información, conocimiento e, incluso, energía especulativa. Sin embargo, al margen de esta instrumentalización y a más de un siglo de las noches blancas de Mallarmé, los fenómenos que determinan el fin de la Modernidad no se entenderían, para Robayna, sin el surgimiento “cada día creciente y más intenso, de una palabra que mira y se encarna más allá del lenguaje”.

Publicado previamente en Letras Libres España, mayo de 2009.


lunes, 1 de diciembre de 2008

El mejor libro del 2008

Me entero por una entrada del blog de Jesús Silva-Herzog que han empezado las listas con los mejores títulos publicados en 2008. La fuente que cita es el Sunday Book Review (NYT) con nada menos que 100 de los mejores títulos en EE. UU. y, en ese mar, al obeso 2666 de Roberto Bolaño, recién publicado por Farrar, Strauss & Giroux. Para Silva-Herzog, Bolaño es el mejor escritor latinoamericano, lo que sea que esto signifique. Por mi parte, me sorprendió no encontrar en esa lista del Sunday Times a Junot Díaz, el actual Pulitzer de origen dominicano (autor de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao y editor de la Boston Review) a quien la gente de Bogotá 39 considera como de los suyos (para Iván Thays, por ejemplo, Junot es el latinoamericano más exitoso del 2008). Curiosamente, es al mismo Díaz a quien en Londres el Times Literary Suplement consultó para saber cuál es, a su juicio, el mejor libro del año. ¿Alguno de Coetzee, Ozick, Roth o, por lo menos, Peter Carey? Nada de eso..., para Junot Díaz el mejor volumen de ficción es Los minutos negros (The Black Minutes, Grove Press), la primera novela de Martín Solares (Tampico, 1970). En México el libro apareció en Mondadori y, en su momento, se reseñó con verdadero entusiasmo por Paz Soldán.