martes, 27 de octubre de 2009

Steiner leyendo un cómic II


“Hace poco leí una versión de Hamlet en formato de cómic y me resultó brillante. Redujeron el texto a los momentos esenciales, y seguro que Shakespeare habría dicho: ‘No está mal, mi texto era demasiado largo’.” El párrafo parece el chiste de algún vecino ingenioso, de esos que se presumen conscientes, orgullosamente conscientes de que un libro no sirve para nada. Sin embargo, se trata de una cita de Steiner, entrevistado por Juan Cruz para El País Semanal con el pretexto de uno de sus títulos más recientes: Los libros que nunca he escrito.

En lo personal me gusta el espíritu que anima a este hombre, cada vez más polémico conforme se acerca a cumplir sus ochenta años. Naturalmente, Los libros que nunca he escrito es una continuación de Errata en la medida que sus ensayos se entrecruzan con las memorias, el diario y el relato. Una característica con la que muchos nos entendemos aunque otros se aparten con verdadero escándalo. En efecto, Steiner levanta ronchas, particularmente entre críticos y académicos, incómodos con el lugar que –dice– les corresponde: “un profesor es un profesor. [...] Los escritores no nos necesitan para llegar a su público.” Por su parte, entre algunos de sus colegas de Cambridge su obra es entendida (“si es que me consideran de algún modo”) como impresionismo arcaico o, peor, al nivel de curiosidades como la heráldica.

No obstante, confieso que aquella lectura de Hamlet transfigurado en cómic no deja de inquietarme. Y no porque crea que una de las mentes más lúcidas de nuestros días se degrade con veleidad tan vil, traicionando los reclamos nobles del pensamiento. (Hace poco Baricco nos recordó a Benjamin redactando algo sobre uno de los dibujos animados de mayor prosapia: Mickey Mouse). Me intriga, más bien, porque con ese aparente desliz Steiner resume un tema al que ha dedicado ya muchas horas: la desaparición de la cultura sostenida sobre las bases del conocimiento y la reflexión. Decía Gombrowicz en un pasaje de su Diario: “la literatura es una dama de costumbres severas y no debe pellizcarse por los rincones. El rasgo característico de la literatura es la dureza. Incluso la literatura que sonríe bondadosamente al lector es resultado de un duro desarrollo de su creador. Y la literatura debe tender a agudizar la vida espiritual y no a tutelar semejantes muestras de escritura marginal”. Pero ¿qué sucede si esta valoración de la profundidad, el rigor y el esfuerzo, es decir, la exaltación de la tradición y la disciplina –sin duda ardua– por hacerse de ella, carece del debido respeto aun por parte de quienes cabría esperar otra cosa? Que la gravedad de Gombrowicz a mí me resulte espesa y hasta lastimosa no tiene relevancia; sin embargo, no es lo mismo si Steiner se desmadeja a carcajadas con un manga entre las manos a la salida del mall. Ya no se trata, evidentemente, de la indigencia intelectual de ningún republicano de cepa, ni de la naturalidad analfabeta del nerd razonablemente inflamado gracias a su aplastante preeminencia sobre los universos de la web. Más bien al contrario: si la inteligencia que ha hecho convivir a la literatura comparada y la filosofía del lenguaje, la crítica de la cultura y la historia de las ideas, la gnosis y la historia, la erudición multilingüe y la refinada melomanía, etc., etc., digo, si un pensamiento como el de Steiner se aparta del ceremonioso consenso sobre el espíritu es porque algo severo debe estar pasando. ¿O el cataclismo ya sucedió y únicamente quienes experimentamos el mundo con metabolismos de ayer no lo vemos?

Supongo que apenas si me hago eco de la palabrería de otros... Quiero decir, quizá sólo estoy transcribiendo la añeja estática sobre la muerte del arte que el gurú de la dialéctica nos asestó en el siglo XIX y que, actualizada a las estupefacciones del día, las erinias del fin de los tiempos no se cansan de repetir. Para los doctos de la filosofía hegeliana, en efecto, el arte dejó de recibir la señal del espíritu absoluto y, en esta medida, se colocó en posición de inferioridad frente a la religión y la filosofía. De modo que a las expresiones artísticas de nuestros días ya no les corresponden la verdad o su manifestación sensible, la belleza. Y ni quien discuta: lo nuestro ya sólo pueden ser las gesticulaciones y vestuarios de la parodia o el alto vacío de la autorreferencia autista. En este sentido, dicen que los miembros más avispados de la vanguardia adivinaron lo que vendría, a saber, que las ideas y conceptos mutarían en religión dando pie a las ideologías que infestaron el siglo XX, con las consecuencias que todos sabemos. Y es cierto, la iconoclastia de Tzara –quien extraía sus versos (es un decir) de una bolsa con los recortes del periódico matutino–, no fue otra cosa que un temprano y provocador sainete frente a las tiendas del humanismo romántico e ilustrado, cuya proyección natural desembocó en la guerra. La idea del arte había nacido bajo los templos de la razón y enseguida, ya de la mano de la Historia, fue exaltada a dimensiones sobrehumanas por la espiritualidad romántica. Tras semejante genealogía, ¿podía el arte alegar demencia, exculpándose? Cito una entrevista de 1950 para la radio francesa en donde Tzara se expone mejor: “Estábamos resueltamente contra la guerra [habla de 1916, año de aparición de Dadá], sin por ello caer en los fáciles repliegues del pacifismo utópico. Sabíamos que sólo se podía suprimir a aquella extirpando sus raíces. La impaciencia de vivir era grande y el disgusto se hacía extensivo a todas las formas de la civilización llamada moderna: a sus mismas bases, a su lógica y a su lenguaje. La rebelión asumía modos en los que lo grotesco y lo absurdo superaban largamente los valores estéticos”.
Saber que los arrebatos fáusticos perdieron legitimidad tras la racionalizada brutalidad de la segunda guerra pueden llevarnos a entender por qué las rutinas y delirios de la voluntad nos parecen cada vez más ajenos. Quién ignora, en consecuencia, que no existe ya un reconocimiento unánime sobre los atributos de la autenticidad, la hondura y la originalidad que, junto con la memoria, configuran los puntos cardinales de la experiencia interior del alma occidental. Del mismo modo, hace rato que vivimos inmersos en un contexto en el que no hay cómo regresar al mundo a quien siempre se afana. Porque no hay duda: el ocio y la pereza, según palabras de Eugenio Trías, “pueden ser más reveladores de la proeza del arte que la incansable fecundidad: Marcel Duchamp puede dar así jaque al propio Picasso”. En este sentido, Steiner leyendo Hamlet en su formato de cómic es una mueca amarga e irónica a la vez. El gesto de alguien capaz de afirmar que la cultura y el humanismo no son enteramente inocentes ni positivos, señalando, de paso, aquel diagnóstico de Benjamin en el sentido de que toda gran obra descansa sobre una montaña de inhumanidad.

Observado desde este ángulo, el fenómeno posee sus beneficios indiscutibles; ahora que si le movemos un poco, las cosas ya no se ven tan bien. Que Duchamp sea el santo patrono de la pereza resulta encantador para quienes aún creen en los poderes de negación del arte. Sin embargo, cuando esta lasitud se traslada a ámbitos más bien cotidianos y, abandonando toda intención radical, las ocurrencias de Tzara se transforman en el horizonte de todos los días, ¿por qué ponemos otra cara? ¿La irredenta banalidad no posee el mismo significado aquí que allá? Cualquiera sabe que hasta la fodonguez tiene niveles y, en esta medida, el ocio de Dios puede engendrar imágenes sublimes; el nuestro, en cambio, quizá alguna que otra lagartija... No obstante, el tema es otro y algo me dice que la muerte del arte tan celebrada por la vanguardia y la contracultura de ayer se ha vuelto una realidad de tal modo tácita que resulta una ñoñez hablar de ella –un asunto demasiado intelectual. Por su lado y según las opiniones de los especialistas, la insustancialidad de una obra responde a la franca imbecilidad o bien a un mundo peor: el del entretenimiento, otra de las bestias negras de la inconciencia. Pero me pregunto si gente como Stephenie Meyer, Joss Whedon o incluso Ruiz Zafón –tres ejemplos cualquiera– no lo saben de algún modo. ¿Qué nos hace creer que ellos o los nativos de la web no evitan, precisamente, ir más allá de la superficie? Ahí donde algunos pagamos por el reconocimiento o la posibilidad de otra dimensión de nuestra vida y experiencia interiores, ¿por qué nos resulta inaceptable que aquellos reaccionen como si cayeran en el nido de una serpiente?

Publicado previamente en Literal. Latin American Voices

martes, 6 de octubre de 2009

Una "instalación" de Roberto Bolaño


Dice mi amigo Álvaro Enrigue que el éxito fulminante de Los detectives salvajes se debió a que Bolaño “la emprendió a patadas y sin misericordia en contra de la vanguardia artística, que quién sabe por qué mantuvo su relumbrón hasta tan tarde en el siglo XX” (El Universal, 17 de septiembre). Tal vez. Aunque si nos ponemos difíciles, en qué momento y a quién se le ocurrió tomarse en serio a nuestro Estridentismo más bien rural, tan impresentable como lastimoso. Sólo a Bolaño y a otro gringo despistado en el trópico: Dos Passos. El autor de Manhattan Transfer viajó a México (VTP a cargo del general Heriberto Jara) y se emborrachó un rato bajo el sol raro de una Estridentópolis en Jalapa. Por su lado, Bolaño transformó a Maples Arce en parte de la utilería rijosa de su novela y, se me ocurre, en el abuelo insospechado del infrarrealismo.

En la lectura de Álvaro el ácido de Los detectives salvajes (su “tropo esclarecedor”) radica en mostrar la futilidad del arte frente a los problemas “verdaderos”, los del mundo de allá afuera. Sin embargo, creo entender que entre las ideas fijas de toda vanguardia que no fue engagé estaba precisamente eso: reírse a costa de quienes pagaban y aún pagan por los calambres y desmayos del espíritu intenso. Repasemos si no a los padres de la vanguardia histórica, desde el escándalo de Fountain para acá. En este sentido me parece que existe una línea que, partiendo de la bolsa de recortes para montar cualquier numerito dadaísta, pasa por el meadero firmado por Duchamp y continúa con el alambre que sostiene a la inexpugnable “instalación” de Amalfitano en su traspatio juarense. El tendedero del que cuelgan las hojas del Testamento geométrico de Rafael Dieste en una de las cinco novelitas que componen 2666 sería, a mi modo de ver, un reflejo que hoy ha asumido aires de leyenda pero que comenzó, sin duda, como una tomadura de pelo.