lunes, 1 de diciembre de 2008

El mejor libro del 2008

Me entero por una entrada del blog de Jesús Silva-Herzog que han empezado las listas con los mejores títulos publicados en 2008. La fuente que cita es el Sunday Book Review (NYT) con nada menos que 100 de los mejores títulos en EE. UU. y, en ese mar, al obeso 2666 de Roberto Bolaño, recién publicado por Farrar, Strauss & Giroux. Para Silva-Herzog, Bolaño es el mejor escritor latinoamericano, lo que sea que esto signifique. Por mi parte, me sorprendió no encontrar en esa lista del Sunday Times a Junot Díaz, el actual Pulitzer de origen dominicano (autor de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao y editor de la Boston Review) a quien la gente de Bogotá 39 considera como de los suyos (para Iván Thays, por ejemplo, Junot es el latinoamericano más exitoso del 2008). Curiosamente, es al mismo Díaz a quien en Londres el Times Literary Suplement consultó para saber cuál es, a su juicio, el mejor libro del año. ¿Alguno de Coetzee, Ozick, Roth o, por lo menos, Peter Carey? Nada de eso..., para Junot Díaz el mejor volumen de ficción es Los minutos negros (The Black Minutes, Grove Press), la primera novela de Martín Solares (Tampico, 1970). En México el libro apareció en Mondadori y, en su momento, se reseñó con verdadero entusiasmo por Paz Soldán.

viernes, 28 de noviembre de 2008

¿Michiko Kakutani o Harold Bloom?


Al expresar mi nostalgia por mejores tiempos para la figura del crítico me pregunto si no estoy haciendo un poco el ridículo. Claro: qué lástima no tener más en México a alguien como Paz o Zaid...

En mi entrada anterior decía yo que el mundo anglosajón parece atravesar hoy por las mismas penas. En ese contexto, me imagino que mi lamento se parece mucho a la nota de alguien ensalzando el nombre de Bloom por encima de los reseñistas habituales. En efecto, hace unos meses Tim Lisle (editor del
Intelligent Life, revista de The Economist) publicó una encuesta titulada “Our Guide to the Best Critics”. En ella destacan algunos personajes realmente decisivos del escenario cultural británico y norteamericano como James Wood (New Yorker), John Carey (The Sunday Times) y Michiko Kakutani (The New York Times). Para realizar el censo The Economist se aseguró de consultar a grandes personalidades del medio, entre ellos a Ian Jack, el editor de Granta en épocas gloriosas. Curiosamente los encuestados coinciden en otorgarle a la crítica un lugar de peso en torno de cualquier reputación literaria. Así, son célebres las reacciones que Kakutani ha desatado entre Susan Sontag, Mailer o Jonathan Franzen (quien la llama “la Bush de la crítica”).

Según es usual en los sitios web de muchos diarios y revistas, al final de “Our Guide to the Best Critics” la página de
Intelligent Life registra los comentarios del público. Uno de ellos —creo que anónimo— confiesa, aunque con otras palabras: “He leído a Bloom desde hace 40 años, pero ¿quién leerá a Kakutani dentro de esos mismos años...?”

lunes, 24 de noviembre de 2008

¿Quién lee a los críticos?

No conozco los detalles sobre lo que sucede en otros lugares pero recorriendo los sitios web de algunos diarios y revistas no hay muchas voces que se distingan de entre la morralla ambiental. Antes un reseñista del New Yorker era Steiner quien, a su vez, ocupó la plaza que al morir dejó Edmund Wilson. En cambio, hoy debemos resignarnos a un comentario de Jonathan Lethem sobre Roberto Bolaño en cuanto talismán de la nueva narrativa latinoamericana: “Bolaño has been taken as a kind of reset button on our deplorably sporadic appetite for international writing, standing in relation to the generation of García Márquez, Vargas Llosa and Fuentes...”

Con motivo de la reciente edición en inglés de 2666 esta nota se publicó en el NYT y, con las adaptaciones del caso, apenas si transcribe aquella oración que en boca de muchos ya hemos escuchamos aquí y allá.

Tiene razón Juan Malpartida: es lamentable la desaparición del crítico capaz de enseñarnos algo que, solos, no habríamos podido ver. Así lo escribe en su colaboración de Letras Libres de este mes:

“¿Quién necesita a los críticos? ¿Para qué los críticos? En cuanto a lo primero: las empresas, porque son una publicidad barata; en cuanto a lo segundo, soy más pesimista. Y sin embargo creo en la necesidad de la crítica, porque sigo creyendo que forma o debe formar parte de lo que otro crítico dijo modestamente: que es un diálogo culto que se mantiene con un interlocutor imaginario, y porque tiene o debería tener una dimensión política importante al mediar entre los productos de la cultura y los receptores de la misma. No sólo es opinión sino idea.”

La desaparición de la crítica, al parecer, sucede en todas partes, del cono Sur al medio peninsular --y entiendo que los norteamericanos pasan por el mismo mal (Sven Birkerts publicó hace tiempo un ensayo notable sobre el cierre de Partisan Review como ejemplo sintomático).

El problema, sin embargo, es que no hay qué ni a quién leer, a pesar de que aún existan aquellos dedicados a la reseña mensual (a veces yo entre ellos). En México los suplementos culturales prácticamente han desaparecido y las revistas con cierto espacio para la crítica pueden contarse con los dedos de una mano. Ahora bien, lo más grave es que la figura del crítico como tal carece ya de importancia. ¿Quién lo lee? A juzgar por lo que hay... confieso que yo no. Al último que seguí con regularidad fue a Christopher Domínguez pero antes no me perdía una nota de Pacheco, una reseña de Zaid o un ensayo de Paz. Hoy prefiero sumergirme en una entrevista en donde un autor (Piglia o Vila-Matas, Juan Gabriel Vázquez o Junot Díaz) habla de sí mismo, de su obra o los libros de los demás.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Borges, Bioy y Vila-Matas

Recuerdo que en Borges —aquel volumen inmenso publicado hace un par de años— hay más de una alusión al autor de Ficciones orinando el piso o la tapa del excusado en casa de los Bioy. Silvina no deja de hacer caras hasta que, junto con su marido, optan por asignarle uno de los baños que nadie más usará. Los comentarios de Bioy son de un gusto cruel aunque raro…:

“Come en casa. Empezamos el cuento del que intenta enamorar a una mujer absurda y, porque no lo consigue, se enamora y se suicida. Después, recitando ‘Troy Town’ me orina largamente el piso del baño. ‘Estás miando fuera del tiesto’, le prevengo. Da un pasito hacia delante y sigue recitando a Rosseti y meando en el piso. Sale con los zapatos empapados. Me pregunta. ‘Una poesía como la de Rosseti, puramente literaria, puramente decorativa, ¿es lícita?’”

Me quedo pensando y no puedo, no puedo más que preguntar ¿por qué Bioy no esperaba afuera? En ocasiones a la gente le da por coleccionar detalles extravagantes de sus autores y la cosa parece normal. Es decir, hasta cierto punto nos resulta comprensible que un ser excepcional cultive sus tics; sin embargo, algo no encaja si vemos al autor de Ulises hundido en plácidas horas frente al televisor (dejemos a un lado que en tiempos de Joyce aún no había tele). ¿Pessoa pastoreando alguno de sus improbables críos lonchera en mano? Sería tanto o peor que verlo orinar. Y a nosotros eso no nos gusta… y parece que a Vila-Matas tampoco. Cuando menos eso saco en limpio mientras leo su Dietario voluble recién editado:

“¿Será que lo doméstico –ese veneno que acaba con las pasiones y que también llamamos cotidianidad– lo arruina todo? ¿Será que ver de cerca a los genios les hace perder interés y los desmitifica? ¿No deslumbra lo mismo, por ejemplo, una conversación de sobremesa con Borges, que la lectura de uno de sus relatos? ¿Era Borges un ser algo pelmazo para Silvina? ¿Se puede ser genial todo el rato?”

Ahora bien, todos tenemos o hemos tenido un amigo que durante el asado del fin de semana diserta con la profundidad de un Wittgenstein. Dicho lo cual, no sé qué me aterra más… si la densidad de mi amigo o los bostonianos de Borges saliendo del baño.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Revelaciones de María Kodama


Leí ayer en ADN (el suplemento de La Nación) algo que el diario ofreció como una revelación a propósito de los gustos musicales de Borges:

“Los Rolling Stones y los Beatles también ‘le encantaban por su fuerza increíble’, reseñó Kodama, quien recordó el día en que Mick Jagger se cruzó a Borges en el Palace de Madrid y le dijo que lo admiraba después de arrodillarse y tomarle la mano. Borges ‘un poco asombrado’ le preguntó quién era porque no veía y cuando Jagger se presentó le contestó: ‘Ah, uno de los Rolling Stones’.”

Se trata de una reproducción de las declaraciones de la viuda ante los micrófonos de BBC Mundo, en París, ciudad en donde se exhibe la muestra "El Atlas de Borges".


Lo cierto es que María Kodama viene diciendo lo mismo desde hace rato y parece que todavía hay quienes no sólo se lo toman en serio sino que lo presentan como una primicia. Hace un par de años, en la FIL Perú 2006 la viuda engatusó a los periodistas con el mismo cuento... Así lo consigna una entrada del blog de Iván Thays quien, por lo demás, nos remite a otra entrada de 2004, una nota graciosísima firmada por el narrador argentino radicado en Barcelona, Hernán Casciari:

“Estuve todo el fin de semana con un retortijón en el estómago por culpa de unas declaraciones de María Kodama a la prensa española: ‘A Borges le gustaba Pink Floyd’, aseguraba, muy alegre de cuerpo, la viuda. Y no es que esté en contra de la música moderna; lo que me pone los pelos de punta es esta moda, contemporánea y ruin, de que los herederos saquen a relucir las intimidades de sus parientes inmortales. Sobre todo cuando lo que cuentan son esas pequeñeces de entrecasa que los muertos más han querido esconder.

Hay muchas maneras de disfrazar nuestra mediocridad doméstica. La más difícil de todas, está claro, es ser un genio. Los pocos que logran escribir un par de poemas inolvidables, o pintar cinco cuadros gloriosos, o patear todos los tirolibres al ángulo, o componer tres canciones de las llamadas clásicas, deberían tener eternamente perdonado que hayan meado en vida la tabla del inodoro, o que hayan votado a la derecha, o que un día atropellasen a una vieja en el auto y se hayan dado luego a la fuga.”

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Vidas perpendiculares

Vidas perpendiculares es una novela de estructura compleja y, a veces, complicada. Por los destellos de humor y buena prosa, muchos de sus capítulos son realmente admirables aunque, en otros, al narrador se le escaparon varias lagartijas (la imagen es de Paz Soldán). Ahora bien, estos posibles cabos sueltos no me parecen un obstáculo suficiente para no reconocer que Álvaro Enrigue es uno de nuestros novelistas más sólidos. Tanto que, contra lo que suele suceder cuando nos encontramos ante una trama difícil pero inútil, con Vidas perpendiculares se antoja una segunda lectura, seguros de que sus páginas aún nos reservan algo.

No sé muy bien qué sea ese algo y, al cabo, cada quien su lectura. Las hay tan extrañas que –al oírlas– uno se queda con la boca abierta, titubeando bajo la fuerte impresión de haber llegado a otra casa… ¿Leímos el mismo libro? A propósito de Vidas perpendiculares escribe Christopher Domínguez en El Ángel de este fin de semana:

"Estamos ante una novela histórica porque su materia novelesca se nutre, si no me aventuro muy lejos, de algunas de las ideas del filósofo y jurisconsulto napolitano Giambattista Vico (1668-1745). Enrigue, con una profunda y divertida lucidez, juega con esas fases de la historia universal que van y vienen a través de corsi y recorsi, siempre y cuando haya una mente capaz de recurrir a la penetración imaginaria, al don de la fantasía, para convocarlas."

Pues sí. Y me imagino que no faltará quien piense que la novela de Enrigue es, en realidad, una puesta en práctica de la técnicas narrativas de Jeffrey Lieber… Y ahora que lo escribo advierto que, después de todo, las intersecciones espacio temporales de Lost pudieran tener también una deuda inconfesada con Vico...

viernes, 29 de agosto de 2008

Paz y Cortázar bailando

Sin sonido en el original.

El 17 de marzo de 1968, Octavio Paz escribía a Tomás Segovia desde Nueva Dehli:

"Escribo ahora -o más bien: construyo, dispongo, despliego o dibujo- poemas concretos. [...] También leemos, en la noche (Marie José, Julio, Aurora Cortázar y yo) poemas a la luna -haikú o poesía sánscrita, pesada como una diosa y toneladas de pechos, caderas, collares, aretes, cinturones, pelo, ajorcas y pestañas." También bailaban.

Cartas a Tomás Segovia, Fondo de Cultura Económica, 2008.


El poema como interrogación

Cada que me enfrento con un nuevo libro de Coral Bracho siento que debo comenzar de cero, como si nunca hubiera leído nada de ella y lo que llega a mis manos se me escapara, ajeno a toda intención conceptual. Ciertamente, conozco a una buena parte de lo que la crítica ha escrito desde que apareció Peces de piel fugaz, su primer título, publicado al final de los años setenta por La Máquina de Escribir. Sin embargo, confieso que muchas de estas exégesis me han dejado siempre un tanto frío, particularmente aquellas provenientes del post estructuralismo más duro. El universo de imágenes al que recurren para explicar, digamos, la poesía de Coral Bracho como un tejido “rizomático” es sugerente, sin duda, pero por lo general aparecen plagadas por un conjunto de jergas que oscurecen lo que antes pudiera resultarnos obvio: Coral Bracho escribe y habla con los cinco sentidos.

En efecto, el concepto de rizoma, extraído del discurso de Deleuze y Guattari y sobrepuesto como un mapa de lectura sobre El ser que va a morir, por ejemplo, tiene sentido en la medida que es un símil que ilustra el carácter indeterminado de estos poemas, sus largos fraseos que inician en cualquier punto y no concluyen nunca. Sin embargo, se trata sólo de eso, de un símil; de una poética que, para mí, pierde interés en cuanto se transforma en bártulo de especialistas o en militancia hermenéutica. En este sentido, la figura del rizoma como un amasijo de tallos subterráneos que crecen por acumulación sin seguir un desarrollo natural y progresivo que les de forma (un lirio, un octosílabo), sirve en tanto lente que nos ayuda a discernir una estructura. No obstante, como decía Mounin a propósito de los “mecánicos del texto literario”, limitarnos a este tipo de lectura es como aprender a armar y desarmar un reloj, olvidando que éste sirve para medir algo sobre lo que apenas si tenemos la más mínima intuición: el tiempo. Y los poemas de Coral Bracho, entre otras cosas, son eso: una medida del tiempo; un momento habitado entre dos abismos (la nada anterior y final) o el instante suspendido por el deseo que yergue al “ser que va a morir”.

En este contexto, me gusta la antología que ha preparado, traducido y publicado recientemente Forrest Gander para New Direction, la legendaria editorial norteamericana que —a insistencia de Pound— fundó James Laughlin hace más de siete décadas. Me gusta porque, sin proponérselo, corrige la interpretación anterior con la que, insisto, suele identificarse a Coral Bracho. Y si cualquier traducción es un acto de interpretación, con más razón una antología es el resultado de una lectura meditada, con miras a destacar los rasgos esenciales de una voz sin traicionar las fases de su evolución natural. De ese modo, Firefly Under the Tongue traza un mapa en donde encontramos aquella poesía que se ramifi ca al dictado de cierta ley de las asociaciones (metonímica, dirán algunos) y, asimismo, abre un espectro en el que el poder de atracción se hunde en la perplejidad. Los órganos internos de la analogía, por decirlo así, experimentan un vacío, una ruptura que disgrega a los seres y las cosas. En este sentido y para expresarlo en pocas palabras habría que decir que la afirmación vital, casi orgánica y ritual de los primeros libros (Peces de piel fugaz, El ser que va a morir), al final encalla en una interrogación.

Forrest Gander ha sabido interpretar este cambio drástico en la poesía de Coral Bracho siguiendo las variaciones de la voz. En efecto, cualquiera de los poemas que el traductor y antologador recoge al final de Firefly Under the Tongue está dictado por un ánimo que habita una dimensión más meditada que palpada, menos corporal y más atenta a cierta música de la idea, como decía Darío. Se trata de un cambio en el eje de rotación que sostiene al poema efectuado al paso de los años y que, en la introducción que el traductor escribió para este volumen, ubica y expone de la siguiente manera:

The book-length poem That Space, that Garden and the new shorter poems that follow it seem to forge out of Bracho’s earlier styles a capacious new virtuosity. While the poems can be abstract, the intensifying cadence and the canon-like effect of repeating talismanic words ensure that the work is experienced sensually as well as intellectually. While never intending to mirror the world in snapshot images, Bracho increasingly tunes in to the frequency of things, the thicket of things that comprise a region, a room, a relationship. Her meditation on the palpable edge of thingness—the surface of trees, furniture, skin—leads her to an intuition of volume, depth, inhabiting spirit. Radiating lines of perspective and shifting, ambiguous pronouns lead us across the borders of familiar language tropes into a concentrated attentiveness, a bedazzled listening. Removed from any central vantage point, we discover a world of uncanny interrelationships, our own world: complex, provisional, yet somehow intact.

A mi manera de ver se trata de un desplazamiento desconcertante viniendo de alguien a quien, decíamos al inicio de esta nota, identificamos con la red de los sentidos lanzada al río de las metamorfosis esencialmente tangibles; esto es, una sensibilidad bien dispuesta al “deleite de las formas”, según nos dijo en Tierra de entraña ardiente. En este orden —recordemos— los poemas de Coral se hundían en la marea de los elementos para regresar transformados en ritmo e imagen gracias a una enorme capacidad para experimentar el lenguaje como un fenómeno con respiración propia. Una poética en donde las palabras aparecían dotadas de una identidad casi orgánica entretejida a un cauce dilatado y denso.

Por el contrario, en sus poemas más recientes aquellos elementos se convierten en objetos —lo que no es poco decir—, como si la alta marea de las asociaciones se hubiera retirado dejando un pan sobre la mesa. La espiral del deseo que atravesó Peces de piel fugaz o El ser que va a morir multiplicando la realidad al contacto de otras realidades, se subvierte y desgaja con aire de cosa dislocada. Consecuentemente, dichos objetos traen consigo la posibilidad de hundir la mano en otra dimensión, a riesgo de suspender toda certeza acerca de nuestra propia realidad. Para ser precisos hay que reconocer que esta duda abrió un hueco en la poesía de Coral Bracho desde su anterior libro, Ese espacio, ese jardín, volumen en donde la plenitud se asoma al espejo de la vacío para leer el paso de los días: “La muerte,/ a gatas entre los muebles”.

En efecto, me parece que con Cuarto de hotel no hay ya plenitud posible y las epifanías del tiempo —el deseo que ata los cuerpos en Peces de piel fugaz y El ser que va a morir, el amor y la infancia en Ese espacio, ese jardín— se esparcen en fragmentos que apenas se distinguen como los restos de un naufragio. Los objetos (el pan sobre la mesa) se yerguen señalando un extravío, una soledad incapaz ya de iluminarse al pabilo de una historia. Alguien habla, en efecto, pero no sabemos qué ni a quién. Y ese “cuarto de hotel” del título sólo acentúa la nada en donde, finalmente, se evapora el hilo del que pende nuestro ser e identidad.

Muchos de estos poemas, a mi parecer, se desdibujan leídos de manera aislada, como si la autora nos ofreciera los retazos de un monólogo transcrito al paso. Sin embargo, a partir de estos fragmentos sostenidos a fuerza de líneas oscuras, reticentes, Coral Bracho configura una atmósfera cargada de sugerencias pero, sobre todo, atravesada por un profundo desconcierto ante el sinsentido de una cotidianidad súbitamente extraña e impersonal. En este orden, la voz que escuchamos en Cuarto de hotel y en los poemas aún no recogidos en libro pero que Forrest Gander incluyó al final de Firefly Under the Tongue, es la voz de lascosas y los seres enclavados —por decirlo así— en su lado oscuro, sobre una realidad absorta a la medida de nuestras incertidumbres más profundas.

Coral Bracho, Firefly Under the Tongue, Selected Poems. Translated, with an Introduction by Forrest Gander, New Direction, 2008.

Texto publicado en el número 14 de Literal. Latin American Voices.

Steiner leyendo un comic

Hace poco leí una versión de Hamlet en formato de comic y me resultó brillante. Redujeron el texto a los momentos esenciales, y seguro que Shakespeare habría dicho: ‘No está mal, mi texto era demasiado largo’.” El párrafo parece el chiste de algún vecino ingenioso, de esos que no leen pero están conscientes, orgullosamente conscientes, de que la cultura no sirve para nada. Sin embargo, se trata de una cita de Steiner, entrevistado por Gloria Rodríguez para El País Semanal con el pretexto de su título más reciente: Los libros que nunca he escrito (Siruela).

En lo personal me gusta el espíritu que anima a este hombre, cada vez más polémico conforme se acerca a cumplir sus ochenta años. Naturalmente, Los libros que nunca he escrito es una continuación de Errata en la medida en que sus ensayos se entrecruzan con las memorias, el diario y el relato. Una característica con la que muchos nos entendemos aunque otros la consideran un verdadero escándalo. En efecto, Steiner levanta ronchas, particularmente entre los académicos incómodos con el lugar que –dice– les corresponde: “un profesor es un profesor”. Por su parte, entre sus colegas de Cambridge, la obra de Steiner es considerada (“si es que me consideran de algún modo”) como impresionismo arcaico, o peor, como una variante apenas de la heráldica.

Siendo joven Steiner escribió poesía y, después, ha publicado algunos relatos. En la entrevista de El País Semanal precisa: “He escrito ficción, y ha sido muy traducida, pero es una ficción intelectual, cerebral, alegórica. Son novelas que contienen ideas”. No he leído los títulos correspondientes y, la verdad, no sé si algún día lo haré. En cambio, en cuanto aparece uno de sus volúmenes de ensayo me deshago por conseguirlo. Y es que Steiner habla del lenguaje y la cultura, del arte y las ideas como pocos, muy pocos saben hacerlo. En este sentido y sin hipérbole, uno puede afirmar que entre sus páginas advertimos las iluminaciones y los tropiezos, los hallazgos e incertidumbres de toda una civilización (la occidental) hablando consigo misma.

De ahí que su lectura de Hamlet en comic resulte, cuando menos, inquietante. Con ese trazo resume, a su manera, uno de los temas al que ha dedicado ya muchas horas: el posible ocaso de una cultura sostenida sobre las bases del conocimiento y la reflexión; fenómeno con el que, evidentemente, cae en jaque la pertinencia o no de los universos de la sensibilidad que han definido a la literatura y el arte a partir de una tradición, cualquiera que ésta sea. Decía Gombrowicz en algún pasaje de su Diario: “la literatura es una dama de costumbres severas y no debe pellizcarse por los rincones. El rasgo característico de la literatura es la dureza. Incluso la literatura que sonríe bondadosamente al lector es resultado de un duro desarrollo de su creador. Y la literatura debe tender a agudizar la vida espiritual y no a tutelar semejantes muestras de escritura marginal”. Sin embargo, esta concepción de la tradición como un proceso arduo de auto desarrollo individual y colectivo, como el lugar por antonomasia en donde encarnarán las mayúsculas del Espíritu, comienza a hacer aguas. Así lo entiende Steiner cuando, en la entrevista de Gloria Rodríguez, advierte que la cultura del futuro no será como la nuestra, caracterizada por un humanismo a la mesa de unos cuantos. En este sentido, Steiner leyendo Hamlet en formato de comic es una mueca, amarga e irónica a la vez. El gesto de alguien capaz de afirmar: “Aquí tenemos países con culturas superiores… Y estos países se han convertido en infiernos […] La cultura y el humanismo no son enteramente inocentes ni positivos”.


Pasiones y obsesiones

Para Sandra Lorenzano


Hay quien vive la literatura como una pasión espontánea o lúcida, según el caso. Pero hay también quienes hacen de la escritura una obsesión de signo negativo en tanto que sus arrebatos no los llevan a ninguna parte. De acuerdo con esto, Julio Torri nos legó una frase que siempre me conmueve: “Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí”.

Cierto perfil dubitativo me incapacita para exponerme con la espontaneidad de una pasión; en este sentido, apenas puedo hablar de una perplejidad más bien equívoca: el impulso de escribir y no poder hacerlo. El deseo convertido en obsesión y, luego, en idea fija. Ya se sabe: toda idea fija nos paraliza. ¿Habrá algo más contrario a la pasión? Ésta se alimenta de vida y lo demás, es literatura. Inversamente, las obsesiones se consumen a sí mismas. Quizá por ello alguien pensó: “La vida está en otra parte”; y mi mujer añade un tanto sarcástica: para escribir, no tienes que pensar en escribir. Y tiene razón. No obstante, nada me convence e, incluso, hasta he llegado a creer que para escribir no debía hacerlo.

Parece broma, lo sé, una ocurrencia retórica y sin gracia, pero cuántos de quienes atravesamos la adolescencia con la idea de ser un nuevo Melville o el impensado Rimbaud del altiplano, apenas si consideramos la posibilidad de que debíamos escribir. “Cuántos”, me pregunto, y de inmediato advierto la simpleza. Seguramente nadie. Sin embargo, a mí me pasó y, más raro aún, me sorprendió la edad adulta sin que lograra asimilar semejante anomalía. De algún modo creí que la lectura, practicada con regularidad, bastaba para saltar con solvencia y naturalidad a la página escrita. Ésta podía esperar, oí que alguien me decía.

A veces pienso que ese alguien fue mi demonio personal. Cada quien tiene uno, ¿no? Una sombra que nos acompaña a cada paso y con discreción tal que apenas la advertimos o, por el contrario, imponiendo su negra voluntad hasta extraviarnos. No sé dónde escuché o leí que muchos tenemos una historia, pero pocos alcanzamos un destino. En este sentido, mi memoria también es sólo anecdótica. Siendo niño y después de un partido de futbol jugado en la tarde polvorienta de una calle de provincia, alguien se me acercó afectado por una suerte de intoxicación verbal. Ignoro por qué los otros —mis amigos— habían desaparecido y yo estaba solo, plantado a la entrada de un tendajón cuyo letrero ironizaba con un título: “El Paraíso”. Vi a un hombre seco de edad indefinida (cincuenta años quizá), con la barba crecida pero rala vistiendo su miseria aún con cierta dignidad. Sentado junto a mí lo oí hablar como a nadie, antes, había escuchado.

Dicen que Sócrates tenía un demonio ágrafo. El que yo conocí aquella tarde fue de una especie menor aunque, en ocasiones, me da por creer que descendía de idéntica familia. En este orden, apenas si hace falta señalar que el tipo no escribía en el sentido literal y, menos, en la acepción profesional que damos al término. No escribía, más bien “decía” algo que después entendí como poesía, a saber: no el modo diario de llamar a las cosas por su nombre sino el lenguaje tentado por su dimensión ritual. Era poeta, en efecto, pero dudo que tuviera alguna conciencia sobre lo que esto significa. Digamos que apenas si vivía habitado, y a su manera disfrutaba de sus lapsus. Seguramente los poemas que le oí fueron malos, pero dejó en mi memoria las huellas de una experiencia destinada a los sentidos y en la que, curiosamente, las palabras parecían privadas de sentido. Ahí donde un árbol es un árbol, pero también es otra cosa, entre ellas: un árbol. Años después escuché a Gonzalo Rojas y advertí de nuevo aquella voz. No me resultó extraño lo que entonces nos contó a mi mujer y a mí. De niño tuvo dificultades para hablar, tartamudeaba su asma al ritmo de la humedades cíclicas de su natal Lebu, en Chile. Su fascinación por el silencio viene de ahí, de ese caos primordial del que salió hablando en lenguas.

Carezco de la inteligencia necesaria para medir la dimensión de dicho abismo. Al respecto sólo tengo interrogantes, las que reúno bajo una pregunta groseramente simple: ¿qué es lo que Rojas escucha al punto de quedarse mudo? ¿La plenitud de un no sé qué que se me escapa? Quizá.

De cualquier modo mi silencio, como el de Torri, es más bien el de una ausencia. Y decir que las sirenas no cantaron para mí es otra forma de aceptar que mi demonio es ágrafo: jamás pensó o supo escribir.

Sentado frente a la máquina puedo pasar horas en una suerte de vacío expectante sin ir más allá de unas cuantas líneas. En este sentido, sé que hay quienes a lo largo de los años perfeccionan rituales para atraerse el don de la elocuencia justa. Ceremonias inofensivas como sorber del Starbucks cortado a la temperatura adecuada, o tan extrañas como, por ejemplo, escribir sorteando la aparición de cierta grafía ominosa, según dicen que hacía Juan Ramón Jiménez, quien desconfiaba de la letra “g”. En mi caso, dichos rituales son convocados no con el propósito de escribir sino para ahuyentar el momento de enfrentarme al teclado.

Me hago a la idea de que necesito una calma sin espinas y, como ésta nunca se da, recorro el espacio ensimismado del estudio hasta que alguna tarea inútil llega a ocuparme: reparar la puerta que rechina desde hace meses pero que, esta mañana, se transformó en la bisagra clave de la que pende el universo. O más simple: me pongo a cocinar suplantando aliteraciones y asonancias a cambio de un antipasto que encabalgue bien. En mis evasiones de mayor alcance, me he inventado más de una profesión, alternando con identidad mudable mi desempeño como velador, promotor de ferias infantiles, diseñador o editor de musas en inglés. Sé que no soy el único para quien la vida es una paradójica salida de emergencia. Así y obviando todas las distancias, Gabriel Zaid cuenta cómo Juan Rulfo trabajó en la llantera Euzkadi. Él también estuvo allí, dice, y en la misma época, aunque nunca lo vio. La verdad es que no me imagino a ambos con un catálogo todo terreno en las manos, aunque puede ser. Significativamente, los dos han sido de silencios largos.

La literatura y la crítica contemporáneas abundan en expresiones y reflexiones en torno al mismo pasmo. Episodios célebres que van desde la inevitable renuncia de Rimbaud hasta, digamos, las especulaciones de Blanchot acerca de la dislalia de Baudelaire o la demencia aforística de Nietzsche. A esto habría que sumar la sombra densa de Lord Chandos sobre algunos de nuestros autores de hoy en día. Sólo por dar un ejemplo sustantivo baste recordar Bartleby y compañía. Las inquietantes palabras: “Preferiría no hacerlo”, repetidas como una oración vacua por aquel personaje creado por Melville, le sirven a Vila-Matas para aislar un síndrome: “la pulsión negativa o atracción de la nada que hace que ciertos creadores […] queden, un día, literalmente paralizados para siempre”. Según el barcelonés, Bartleby es el símbolo desencarnado de un vacío que reúne a la literatura del No, formada por una galería en la que, por ejemplo, desfilarían Beckett, Walzer, Kafka, Salinger, Monterroso o Bruno Traven.

Sin embargo, debo decir que el “autor” que sentí más cercano a mí es Luis Felipe Pineda. Un personaje joven objeto del buen o mal humor de Vila-Matas, sin duda, pero que habla de una realidad que conozco muy bien: el archivo en donde atesoró sus poemas abandonados. Frases como gestos de una sola línea que, a veces, lee desde un extravío ya totalmente inefable: “No diré que un sapo sea”. Previsiblemente, al llegar la edad adulta abrazó con sobrio estoicismo su profesión de tinterillo, hundido en la más espesa vulgaridad. Ocasionalmente pienso que a Pineda lo visitó también el mismo demonio ágrafo que yo escuché aquella tarde de provincia. Así eligió, al cabo, la evasión perfecta y sin retorno del anonimato.

"Pasiones y obsesiones" fue publicado en el número 13 de Literal. Latin American Voices.