martes, 6 de octubre de 2009

Una "instalación" de Roberto Bolaño


Dice mi amigo Álvaro Enrigue que el éxito fulminante de Los detectives salvajes se debió a que Bolaño “la emprendió a patadas y sin misericordia en contra de la vanguardia artística, que quién sabe por qué mantuvo su relumbrón hasta tan tarde en el siglo XX” (El Universal, 17 de septiembre). Tal vez. Aunque si nos ponemos difíciles, en qué momento y a quién se le ocurrió tomarse en serio a nuestro Estridentismo más bien rural, tan impresentable como lastimoso. Sólo a Bolaño y a otro gringo despistado en el trópico: Dos Passos. El autor de Manhattan Transfer viajó a México (VTP a cargo del general Heriberto Jara) y se emborrachó un rato bajo el sol raro de una Estridentópolis en Jalapa. Por su lado, Bolaño transformó a Maples Arce en parte de la utilería rijosa de su novela y, se me ocurre, en el abuelo insospechado del infrarrealismo.

En la lectura de Álvaro el ácido de Los detectives salvajes (su “tropo esclarecedor”) radica en mostrar la futilidad del arte frente a los problemas “verdaderos”, los del mundo de allá afuera. Sin embargo, creo entender que entre las ideas fijas de toda vanguardia que no fue engagé estaba precisamente eso: reírse a costa de quienes pagaban y aún pagan por los calambres y desmayos del espíritu intenso. Repasemos si no a los padres de la vanguardia histórica, desde el escándalo de Fountain para acá. En este sentido me parece que existe una línea que, partiendo de la bolsa de recortes para montar cualquier numerito dadaísta, pasa por el meadero firmado por Duchamp y continúa con el alambre que sostiene a la inexpugnable “instalación” de Amalfitano en su traspatio juarense. El tendedero del que cuelgan las hojas del Testamento geométrico de Rafael Dieste en una de las cinco novelitas que componen 2666 sería, a mi modo de ver, un reflejo que hoy ha asumido aires de leyenda pero que comenzó, sin duda, como una tomadura de pelo.

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